sábado, 29 de julio de 2017

El Hielo Llega a Mazatlán


J. Woodley, capitán de la Goleta Emma, de 200 toneladas, tenía proyectado zarpar de San Francisco, California, rumbo a los puertos mexicanos de Mazatlán y Guaymas el día 17 de mayo de 1861. Sin embargo, por alguna desconocida razón le fue imposible salir ese día. No fue sino hasta el día 20 de ese mes cuando el buque partió rumbo a los citados puertos llevando, además de los pasajeros,  vinos, una carreta, medicinas, queroseno, pinturas, pólvora, cohetes, una máquina de coser y varios artículos más, cuyo valor ascendía a 9618.03 dólares.

Pero el agente naviero de este buque, señor W. Schleiden,  exportaba hacia Mazatlán un artículo nunca antes visto en esta ciudad: hielo. Sí, agua en estado sólido. Y no se trataba de unas cuantas barritas, sino de 40 toneladas de hielo fabricado en la ciudad de San Francisco.

Es raro que no haya quedado registro de la fecha exacta en que el Emma ancló en las aguas mazatlecas. Sin embargo, tomando en consideración que zarpó del puerto californiano el día 20 de mayo y que en dicho viaje este navío hacía un promedio de 13 a 15 días, seguro es que la primera vez que llegó hielo artificialmente fabricado a Mazatlán  fue en los primeros días de junio de 1861. El hielo fue una de las máximas sensaciones en Mazatlán, incluso de inmediato algunos locales comenzaron a llamar «agua dura».

Cuenta la leyenda que el hielo que venía de San Francisco era depositado en el Cerro de la Nevería, pero no sucedió así con este cargamento.  El señor Schleiden lo hizo guardar en un vagón cubierto, al parecer cerca del Hotel de Las Diligencias, y comenzó a venderlo a los comerciantes locales.

En esa época eran dos los salones principales existentes en Mazatlán: «La Sociedad», en las cercanías de la Plazuela Machado al que acudían las personas con recursos; y «El Café de los Baños» frecuentada por personas de clases inferiores.  Era junio, el calor ya llegaba a los 35°  centígrados a la sombra, y apenas el hielo había desembarcado las bebidas alcohólicas frías comenzaron a ser servidas en estos establecimientos.

Pero no nada más las bebidas alcohólicas merecían un trozo de hielo, de inmediato limonadas y naranjadas comenzaron a ser vendidas frías en otros establecimientos.  Los mazatlecos tenía un nuevo lujo, que no en cualquier otra ciudad o población de México se podía disfrutar: bebidas heladas. Y, también gracias al hielo traído por el Emma, casi de inmediato alguien comenzó a vender «nieves» de sabores por las calles de Mazatlán, aunque en realidad ésta distaba mucho de ser nieve de verdad.

El señor Shleiden no sólo era un  comerciante, era un buen comerciante, y para celebrar la llegada del hielo a Mazatlán mandó imprimir pósters que mandó colocar en diversas partes de la ciudad, en los que sobre un fondo verde, blanco y rojo se leía:

“Fiebres, Calenturas, Jaquecas,
Tristezas y aun Mal de Amor.
En Todo y por Todo se Alivian
Con Hielo o Con Nieve, Señor”


Y entonces la curiosidad mató al gato. Perdón, al ignorante:

Un indio proveniente de uno de los pueblos del interior quedó maravillado al conocer la «agua dura» y de inmediato ideó un plan para llevarla hasta su pueblo, para que los de su tribu conocieran aquella maravilla. El hombre se introdujo al vagón, robó un gran pedazo de hielo y antes de que nadie pudiera hacer nada varias personas lo vieron huir con él manos. El hombre ignorante, desconociendo la naturaleza del hielo, creyó que éste llegaría intacto hasta su destino. Pero grande debe haber sido su sorpresa al ver que poco a poco se derretía. Seguro es que aun soportando la sensación de ardor durante minutos, ni un poco de esa «agua dura» pudo llegar siquiera a El Castillo o a El Venadillo.

domingo, 9 de julio de 2017

Un Asesino en Serie


Hacia el año mil ochocientos sesenta y cuatro el señor Tom Adams, quien era un súbdito británico, se aposentó en Mazatlán. Diez años antes  había decidido cambiar de residencia por lo que viajó de Inglaterra a Canadá, país donde residió un par de años. Luego vivió en varias ciudades del este de Estados Unidos. De ahí viajó al puerto de  Veracruz, luego a la capital mexicana. Ahí se sintió atraído por la vigorosa economía de Mazatlán, lugar al que llegó en el año señalado. El británico abrió una cantina, que muy pronto se convirtió en el club obligado de los personajes con la peor fama de la ciudad. Allí iban los hombres más violentos, la escoria de la sociedad porteña. Pero el propietario del tugurio también tenía su propia fama. Muchas personas le temían ya que era extremadamente violento.

Un día estaba el señor Adams jugando dados con un español conocido como González, quien tenía fama de ser un experto en juegos de azahar. Los dos hombres habían bebido ya varias copas y los efectos del alcohol eran inocultables. Después de un tiro de los dados sobrevino lo inevitable en esas condiciones. González sabía bien que el inglés era violento por naturaleza, por eso cuando comenzó el pleito entre ambos él no la pensó dos veces antes de sacar su pistola y dispararle a su contrincante. Adams no murió ahí. Durante varios meses resintió su salud menguada y sufría de dolores a consecuencia de los balazos recibidos, hasta que finalmente falleció el dieciséis de octubre de mil ochocientos setenta y cuatro.

Pero el pasado de este hombre británico guardaba secretos confesables sólo cuando se sabe que el castigo terrenal ya no puede alcanzarle. Fue así como  días antes de morir, sabiendo que su final se acercaba, Adams mandó llamar a un hombre estadounidense radicado también en Mazatlán, un capitán de apellido Verplanck, quien se dedicaba al comercio. El cantinero pidió al comerciante escuchase y tomara nota de lo que tenía que iba a contarle. Lo que estaba por confesarle, imploró el inglés, debería darlo a conocer en los Estados Unidos. El comerciante de buen agrado se preparó a cumplir la última voluntad de aquel que agonizaba.

El súbdito británico hizo saber al capitán que su verdadero nombre no era Tom Adams, sino George Worley, nacido en Manchester, Inglaterra y que a lo  largo de su vida había cometido trece asesinatos, además de una innumerable serie de robos. Hacia el año mil ochocientos cincuenta y cuatro el confesante vivía en Inglaterra, y un día de ese año el barco estadounidense Cultivator se hallaba anclado en los muelles de Liverpool. Entonces uno de sus marinos bajó a tierra, lo que él aprovechó para  asesinarlo sin motivo aparente. Fue entonces cuando decidió mudarse a Canadá, país en el que se hizo llamar Orton.

El inglés comenzó a  trabajar como marinero en los lagos canadienses, y en uno de sus viajes al puerto estadounidense de Oswego conoció a un pintor en una cantina. Orton siguió al otro hombre y en un paraje solitario lo descalabró con una piedra lanzada con una honda. Después, seguro de que había muerto, arrojó el cadáver por un puente.

Orton regresó a Canadá y asumió el nombre de Townsend. Pronto se unió a otros dos hombres y se dedicaron a robar en las cercanías de la ciudad de Toronto. Pero los robos incluyeron cuatro asesinatos, incluido un Sheriff que les seguía los pasos. Con el homicidio del oficial de la policía canadiense, ésta intensificó la búsqueda de los ladrones y asesinos. Las autoridades ofrecieron una jugosa recompensa a quien aportara datos para el arresto de éstos. Worley decidió decir adiós a Canadá, y en un barco llegó al puerto estadounidense de Toledo, de donde se trasladó a la ciudad de Chicago. Ese verano el inglés no reprimió sus impulsos y primero asesinó al capitán de un barco con quien había bebido en una cantina. Después fue el turno de un hombre de nacionalidad alemana, a quien siguió hasta su oficina, ubicada en las cercanías de la estación del tren y que le servía de casa,  y lo asesinó mientras dormía. Su tercera víctima fue un hombre que había conocido en un prostíbulo.

Pero la suerte del inglés parecía haber llegado a su fin, ya que en uno de sus frecuentes robos fue atrapado por la policía y fue condenado a permanecer tres años en la prisión estatal de Illinois. Sin embargo, cuando Worley recuperó su libertad se fue a vivir a la ciudad de Nueva York. Ahí conoció y se hizo amigo de un hombre a quien con engaños llevó hasta las afueras de la ciudad. Ahí lo asesinó y tomó de sus ropas un mil dólares. Pero esa no sería la única víctima, ya que también asesinó a otro de sus conocidos.

Entonces Townsend partió de Nueva York y se dedicó a robar en diversas ciudades y pueblos sureños. En la ciudad de Baltimore conoció a una prostituta y muy pronto la agregó a su lista de asesinados. En Louisville cometió otro asesinato, y uno más en Memphis.
Fue entonces cuando el británico decidió conocer otras culturas y viajó a México. Pero en la ciudad sinaloense terminó pagando sus fechorías a manos del jugador González.

Cierto es que Adams era muy temido en Mazatlán, pero no se supo que cometiera aquí o en las demás ciudades de México homicidio alguno. En cambio dejó como herencia dinero en efectivo que Verplanck calculó entre quince mil y dieciocho mil pesos. Una fortuna nada despreciable en esa época. El homicida pidió al comerciante hiciera llegar ese dinero a su único familiar,  una hermana suya quien vivía en un lugar de Inglaterra.

martes, 4 de julio de 2017

Un Hombre Muy Demandante

Un hombre de cincuenta años de edad, que jamás había tenido esposa ni mujer, vivía solo en su casa, sintiéndose solitario y deprimido. El pobre anhelaba tener una compañera en el otoño de su vida, pero ninguna mujer le hacía caso. Una noche de invierno fue a la cama solitario como siempre, pero antes de dormirse o rezó, oró y le imploró a todos los santos le concedieran una mujer. Minutos más tarde, en los sueños se le apareció primero un santo, a quien le dijo:

- Querido y milagroso San Javier,
concédeme el amor de una mujer.
A lo que éste le respondió:
- Una mujer muy pronto tendrás,
siempre y cuando no pidas de más.

Un poco más tarde, el hombre pareció haber olvidado algo, y pidió:
- Pero para favor, Santa Clara
quiero que sea de bella cara

Una hora más tarde le pidió a otro:
- Querido Santo Daniel,
que sea de suave piel.

Luego le dijo a otro de los santos:
- Pero te ruego, San Juan Nepomuceno,
que ella sea de grandes y bellos senos.

Al rato le rogó a uno más:
Por favor San Buenaventura
que sea de muy fina cintura.

A San Javier ya le parecía excesiva tanta petición del hombre solitario, pero lo comprendió. Sin embargo, el mortal volvió a pedir un atributo más, y le rogó al santo de su devoción:

- Pero sobre todo, Santo Niño de Atocha
Haz que tenga que tenga bien rica la

En ese instante San Javier lo despertó y el hombre no pudo terminar su ruego al santo niño. Y así fue como, por demandante, años más tarde murió solo sin una mujer.