domingo, 31 de diciembre de 2017

Las Páginas Negras de Antonio Rosales

Con la Historia Oficial lanzando siempre panegíricos y apologías de sus personajes históricos preferidos, a menudo dibujados como santos, como seres perfectos o al menos impolutos, y aunado a esto libros de autores que apasionados se apartan de la delgada línea de imparcialidad en que debe mantenerse un historiador si desea que su obra se apegue a la verdad,  resulta difícil creer que algunos  personajes de nuestra Historia fueran capaces de equivocarse, de mentir, de sentir envidia, de ser rencorosos, de ser mujeriegos. Fueron ellos, al igual que usted y que yo, hombres y mujeres de carne y hueso, con hormonas fluyendo dentro de sí, y por ende seres con sentimientos y con pasiones. Personas que amaban su patria, que deseaban lo mejor pare ella y sus hijos, pero que también sentían envidias, que sabían mentir, que eran capaces de traicionar, de equivocarse; que lo mismo podían amar a alguien u odiarlo. Plácido Vega Daza fue un mujeriego empedernido; Ramón Corona era envidioso y rencoroso; Eustaquio Buelna jamás pudo perdonar a Vega Daza y lo cubrió de oprobio sin piedad; y José Antonio Abundio de Jesús Rosales Flores, el “Héroe de la Batalla de San Pedro”, mejor conocido simplemente como  Antonio Rosales…

El 23 de junio de 1860 Plácido Vega se encontraba en campaña por el sur de Jalisco cuando el coronel Antonio Rosales, a quien Plácido Vega había puesta a la cabeza del Segundo Batallón de Sinaloa,  encabezó un movimiento intentando derrocarlo. Para ello el coronel se alió con Remedios Meza y Adolfo Palacio, quienes junto con el hermano de éste, licenciado Ricardo Palacio, y quien era ministro suplente del Tribunal de Justicia del estado,  fraguaron un plan e intentaron seducir a las tropas para destituir al gobernador del estado.   Al enterarse de esto Plácido Vega volvió a Mazatlán y se encargó de castigar a los instigadores. Sin embargo, a él le urgía salir rumbo a Sonora a unirse a Ignacio Pesqueira, pero el proceso seguido a los inculpados le entorpecía la salida; Antonio Rosales exigía ser juzgado por un Juez de Distrito y no por la justicia militar. El general temía que la sola presencia de estos hombres causaría una nueva asonada, por lo que optó por remitir  a Adolfo Palacios a Colima, previniéndole no regresar a Sinaloa, mientras que al coronel  Antonio Rosales lo envió a Acapulco con la prevención de no regresar a Sinaloa hasta recibir nuevas órdenes. Y allá fue conducido el coronel Rosales en la balandra Veloz, bajo la guardia del teniente Ignacio Zúñiga. Aunque no estaba en prisión, Antonio Rosales permaneció en calidad de preso en Acapulco, fue por ello que aprovechando la nula vigilancia que se ejercía sobre su persona,  el 22 de julio de 1861 se escapó abordando un buque vapor con destino desconocido.

Plácido Vega otorgó el perdón a Antonio Rosales. Casi dos años después de acaecida la intentona, el 25 de abril de 1863, éste entró en Culiacán siendo nombrado prefecto. Dos días después se celebró una Junta de Notables la cual, de la cual supo el general Vega, entre otras cosas resolvió respecto a él: “…para que sea elevada al Supremo Magistrado de la Nación. Los puntos que dicha representación debe abrazar son: 1. No admitir tu persona en el estado, caso que vuelvas; 2. Rechazarte con la fuerza en caso necesario…
El día 4 de mayo de ese mismo año (1863) Jesús García Morales volvió a encargarse de nuevo de la gubernatura del estado. Cinco días después, en Culiacán, el coronel Antonio Rosales mandó acuartelar a todos los elementos de la guardia nacional que pudo reunir, haciendo un total de 120.  Eran las 7 de la mañana del día 12 siguiente cuando los armó, equipó, y sin darles explicación alguna salieron rumbo a Cosalá. En un punto denominado Las Moras los soldados detuvieron su marcha y preguntaron al coronel cuáles eran su destino y misión. Ni Antonio Rosales ni su segundo, Fernando Ramírez, pudieron contestarles. Entonces los soldados  exigieron a Rosales les dijera a dónde los conducía. Viendo la situación, Fernando Ramírez optó por unirse a los soldados que exigían una explicación. Al no obtener respuesta los hombres lanzaron vítores al gobierno y al estado. Al verse descubierto, Rosales cinchó su caballo e inicio la huida. Los soldados le dispararon entre diez y doce veces, pero el coronel se alejó ileso. Los hombres regresaron a Culiacán, a  donde entraron a las 11 de la mañana de ese mismo día. El segundo del coronel Rosales manifestó que éste se quedó con seis mil pesos en libranzas contra Cosalá, las cuales había tomado de la casa de moneda de Culiacán. En aquel acto se recogieron varios cajones de parque, 49 fusiles y 129 pesos; numerario que, como premio a su proceder,  fue repartido entre los soldados que se rehusaron a iniciar la asonada.  Aún más,  Plácido Vega premió a los militares que no secundaron a Rosales, otorgándoles la suma de setecientos cuarenta pesos. El 4 de noviembre siguiente el prefecto y comandante militar de Culiacán, Ignacio Izabal,  realizó la ceremonia pública de premiación, en las cual el numerario se repartió entre los soldados fieles a Vega.

El plan del coronel Rosales, y al cual había enviado cartas a varios prefectos invitándolos a que se le adhirieran establecía: “…el plan será desconocer a don Plácido, porque las elecciones se hicieron bajo la presión de su tiránico poder  que se impedirá su vuelta; se suplica al gobierno general que haga volver al señor Márquez a ponerse al frente del estado….”  Poco después Antonio Rosales fue capturado y Jesús García Morales lo deportó al estado de Durango, encabezando él mismo la escolta.

El presidente Benito Juárez envió a Plácido Vega a San Francisco, California, a comprar armas para la guerra contra Francia. El general sinaloense inició las actividades propias de su misión. Pero poco después tuvo lugar una anécdota que da prueba de los sentimientos y las convicciones del héroe de la Batalla de San Lorenzo. Proveniente de Mazatlán y otros puertos del Golfo de California, el 30 de abril de 1864 llegó a San Francisco el buque vapor  John L. Stephens. El coronel Antonio Rosales venía abordo de dicho barco y de inmediato buscó a su antiguo enemigo para pedirle un favor. Narra el propio  fuertense en carta enviada al gobernador de Sonora, Ignacio Pesqueira: “…al arribo del vapor John L. Stephens a este puerto me manifestó el señor Antonio Rosales que como mexicano no podía permanecer indiferente a la situación que guarda nuestro país, ni dejar de ofrecer sus servicios a los estados de Sinaloa y Sonora cuando estaba el primero atacado por los franceses y lo iba a ser próximamente el segundo. Que en tal virtud ofrecía por mi conducto a los gobernadores de ambos estados  sus servicios. Cumpliendo antes que todo con el deber de mexicano, no he vacilado en complacer a este señor garantizándole que si usted no aceptaba sus servicios, lo dejaría en libertad para dirigirse a otro estado, o para regresar al extranjero”  El general Vega no sólo escribió esa carta, sino que también en la misma fecha y en los mismos términos  envió sendas misivas al gobernador de Sinaloa, Jesús García Morales, y al de Colima, Julio García. Aún más, en esa misma fecha Plácido Vega envió cartas a los comerciantes Celso Furhken, de Mazatlán, y Antonio Morales, de Guaymas, en las que les pedía: “…estimaré a usted de sobremanera que en caso de que el señor don Antonio Rosales solicite de usted su pasaje de esa ciudad para algún otro lugar se lo dé usted por mi cuenta particular seguro de que yo satisfaré su importe y que con esto aumentará el número de los servicios que a usted adeudo


El 15 de octubre de 1864, Antonio Rosales y Ramón Corona unieron sus fuerzas para derrocar al gobernador Jesús García Morales, por la madrugada sus tropas entraron en Mazatlán y lograron su cometido. El día 19 siguiente, al parecer el general Ramón Corona nombró al coronel Antonio  Rosales gobernador del estado de Sinaloa. No obstante, el 13 de noviembre siguiente se vio obligado a entregar esta ciudad a las fuerzas francesas. Y es aquí donde cometió un grave error ya que habiendo sido notificado sobre las fuerzas francesas que las hostilidades comenzarían a la mañana siguiente de su llegada, Rosales abandonó Mazatlán sin notificarlo a los franceses y así, estos comenzaron a bombardear la ciudad. Fue por este capítulo que la prensa francesa se mofó de Rosales: ”En el momento en que el cuerpo de desembarco ponía pie a tierra, los últimos pelotones de la guarnición escapaban por la ruta de Culiacán, y el general Lozada penetraba en la plaza, con 400 hombres, por la ruta de Presidio.  La caballería de este general se puso inmediatamente en persecución  de los fugitivos y diezmó su retaguardia. Nuestras tropas encontraron en Mazatlán 25 piezas de cañón, de los cuales 15 están en buen estado, que el enemigo, en la precipitación de su fuga, no tuvo tiempo de enclavar. Las municiones, los aprovisionamientos, una parte incluso de las armas de la guarnición que cayeron en nuestro poder, atestiguan el terror que la pronta determinación del ataque arrojó en las filas del enemigo.” (Le Monde Illustré. París. 14 de enero de 1865. Página 24.)