Alexander Kaufman Coney en la Vida de Porfirio Díaz
En junio de 1876 Alexander Kaufman Coney
trabajaba como contador del vapor «City of Havana», el cual navegaba entre Nueva
York, Nueva Orleans y puertos mexicanos del Golfo. Una noche abordaron la nave
dos hombres cuya apariencia no dejaba lugar a dudas, eran mexicanos. Uno de
ellos de inmediato fue a encerrarse en su camarote mientras que el otro, grande
y fornido, primero tomó sus alimentos en el salón para después pasar a su
cuarto.
Al llegar al puerto tamaulipeco una fuerte tormenta
azotaba la región. El vapor había sido contratado para llevar un regimiento del
ejército mexicano de ahí al puerto de Veracruz. Debido al mal tiempo la lancha
que transportaba a los soldados mexicanos sólo pudo acarrear hasta el buque un
pequeño grupo de ellos. Una vez que todos ellos abordaron, completamente
desnudo, aquel corpulento mexicano salió aterrorizado de su camarote y se lanzó
al mar. Sorprendidos, todos cuantos se encontraban en cubierta presenciaron
aquel acto de locura, de desesperación, y alguien gritó «hombre al agua.»
Aquel desconocido comenzó a nadar hacia unos bergantines
que se encontraba muy lejos de ahí, a unos ocho kilómetros de distancia. Del
vapor un bote salvavidas fue bajado de inmediato y dos hombres fueron al
rescate de aquel hombre, pero debido a la tormenta y a que éste nadaba
excepcionalmente rápido no les fue fácil darle alcance. Al peligro que para
aquel nadador representaba la tormenta había que agregarle otro inconveniente:
se trataba de una zona plagada de tiburones.
Por fin los rescatistas le dieron alcance y
lo obligaron a subir al bote. Minutos después, cuando la lancha regresó al
vapor y fue subida con aquel hombre desnudo, una joven mujer mexicana lo reconoció
y de inmediato consiguió una sábana. Coney vio a aquella mujer arrojársela para
caer justo sobre la cabeza de quien
había intentado huir quién sabe de qué. Luego ella lo ayudó a llegar a su
camarote. Minutos después Manuel Gutiérrez Zamora, de los correos mexicanos a
bordo, fue a ver al contador del banco y
le explicó la situación: aquel que había intentado huir no era otro que el
general Porfirio Díaz Mori, quien siendo prófugo del gobierno de Sebastián Lerdo
de Tejada y al ver a soldados mexicanos abordar el vapor prefirió arriesgar su vida en las turbulentas
aguas antes que ser atrapado. Zamora pidió a Kaufman ayudara a Díaz, ya que si
los soldados lo atrapaban terminaría fusilado. Tras haberlo visto nadar de
aquella manera tan desesperada, el general mexicano se había ganado la simpatía
del estadounidense y éste prometió hacer todo lo que estuviera a su alcance.
Gutiérrez Zamora llevó a Coney al camarote
de Porfirio Díaz, los presentó y luego
los dejó solos. El mexicano se levantó
de su litera con signos de angustia pero se identificó como un masón. Luego le dijo que si bien había sido
derrotado en Icamole, la mejor gente de México aún estaba de su lado.
«Por supuesto que si usted me ayuda y soy capturado,
usted será considerado parte de un crimen y será fusilado», le dijo Díaz.
En eso se acercó un buque de guerra estadounidense, y
Coney le propuso al otro llevarlo hasta él. Nada ignorante, Díaz le dijo al
otro que los oficiales de aquel navío se
rehusarían a ayudarle. El contador
insistió, y cuando un teniente del otro barco llegó al «Havana» por el correo,
no perdió tiempo y le expuso el caso. De inmediato, dejando a un subalterno en
el buque civil, este militar regresó a su barco para exponerle el caso a su
capitán. Díaz había tenido la razón, la respuesta del capitán del otro barco
fue negativa.
Fue entonces cuando el coronel del regimiento de soldados
mexicanos llegó hasta donde se encontraba Coney para pedirle un favor. Le
solicitó llevarlo a platicar con el capitán del «City of Havana» y servirle de
intérprete; lo cual le concedió sin cortapisa alguna. Durante la entrevista, el
militar mexicano fue directo al grano: quien había intentado escapar por la
borda no era otro sino el general rebelde Porfirio Díaz Mori, y le demandó al
capitán del navío entregarlo a la justicia mexicana. La respuesta del capitán
también fue directa y contundente, no podía entregarle a Díaz ya que “El «City
of Havana» navegaba con bandera estadounidense por lo cual era considerado suelo de dicho país. Y, por
ende, al igual que los demás pasajeros el
general rebelde gozaba de los derechos de estar en suelo
estadounidense.” Lo que sí podía hacer es obligarlo a bajar en Tuxpan, Veracruz, lugar para el cual había
comprado su boleto. Ante esta evasiva el coronel le pidió permiso para colocar
un guardia en la puerta del camarote de Díaz; aquél de inmediato accedió.
Aquel coronel mexicano no hablaba inglés y el capitán
estadounidense no hablaba español, así que el pagador le dijo que no podía
colocar un guardia en la puerta del camarote del fugitivo, pero que sí podía
hacerlo en la popa. Terminada la entrevista, Coney fue al camarote de Díaz y lo
puso al tanto de la situación. Qué piensa usted hacer, le preguntó éste.
-¿Cree usted tener la fuerza y el ánimo suficiente para
permanecer encerrado en el closet de mi camarote? –le preguntó Coney.
Dicho espacio era tan reducido que ningún ser humano
podía permanecer en él de pie ni sentado… pero era la única posibilidad de
escapar de esa situación.
El «City of Havana» permaneció en Tampico los siguientes
tres días, y al término de ese período ya habían abordado 900 soldados
mexicanos. Durante esos días Díaz pasó
con altas fiebres. Pero antes de zarpar,
Coney se las ingenió para llevar a su protegido hasta su camarote sin
que el guardia mexicano se diera cuenta. Ya ahí, al general mexicano no le
quedó otra sino encerrarse en aquel pequeño guardarropa.
Coney había proporcionado al fugitivo Díaz algo de su
propia ropa. Y así, ideó un plan. Pidió
al doctor del barco ayudarle lanzando un salvavidas por la borda mientras él dejaría la ropa de
Díaz en su camarote. Por la mañana alguien gritaría que el fugitivo mexicano
había escapado saltando por la borda. Y así fue: a las seis de la mañana del
día siguiente alguien gritó “hombre al agua” lo que causó un gran alboroto en
el barco. Según esta historia, Porfirio Díaz había saltado al agua
protegiéndose con un salvavidas.
De inmediato Coney fue llamado a rendir cuentas a su
capitán. Pero también los soldados mexicanos entraron en acción. El
estadounidense les explicaba que no era posible que alguien saltara así nomás
al mar y que seguro Díaz Mori se encontraba en el barco. Aún más, los animó a
registrar el buque de arriba abajo, de proa a popa. Él personalmente sería su
guía. La tropa mexicana así lo hizo: sin éxito registró cada pulgada del navío
intentando hallar al fugitivo; esculcó por todas partes excepto en los
camarotes de los oficiales, incluido el de Coney.
Coney habló con Díaz y le hizo saber que nadie sabía de
su presencia en el barco, excepto él, el doctor del navío y… quizá aquella dama que le había ayudado
cubriéndolo cuando fue rescatado del mar bravío. El mexicano le pidió
investigar las pretensiones de la mujer, y él así lo hizo. El pagador fue al
camarote de la dama y le preguntó cuáles eran sus intenciones. La respuesta de la mujer fue vehemente:
- ¿Supone usted por un momento que yo traicionaría al héroe de mi patria?
No, yo lo defendería hasta el dar la última gota de mi sangre.
Al ver su apasionada contestación, Coney le pidió
permanecer en su cuarto el resto de la travesía para evitar sospechas. La mujer
así lo hizo.
En los tres días siguientes Díaz apenas probó alimento ya
que el pagador del barco no se arriesgaba a llevarle más comida que la que le
cabía en la bolsa de su pantalón. Disciplinado, Díaz abandonaba el closet
llegadas las once de la noche y se recostaba para descansar.
Sin embargo, el coronel mexicano no había sido engañado
por Coney, y sus soldados estaban atentos vigilando su camarote; incluso
incrustando sus bayonetas en el closet intentando. La noche antes de llegar a
Veracruz, el militar mexicano pidió a
Coney una entrevista. En el principio el coronel le agradeció al pagador por su
ayuda, pero después el tono cambió.
- No entiendo por
qué, usted, un joven brillante, ha escogido ayudar al traidor general Porfirio
Díaz. Dígame dónde está él, o terminará fusilado.
Pero Coney ni se inmutó. Entonces el militar mexicano
apeló al interés de la humanidad, en evitar una guerra civil, en prevenir
muertes inútiles. Pero el pagador no cambió de parecer.
- La tripulación del buque es de sólo 52 hombres –le dijo
Coney– usted tiene 900 efectivos. Y si usted sospechaba que Porfirio Díaz se
encontraba a bordo debió haberse posesionado del barco. Ya después su gobierno
arreglaría ese problema que usted causara. Seguro es que usted habría sido
ascendido a general.
La entrevista terminó ahí. No obstante, al día siguiente
el mismo militar fue a hablar con Coney:
- He sido autorizado a ofrecer a usted 50 000 dólares si
me dice dónde se esconde Porfirio Díaz.
Coney lo miró, y el mexicano continuó:
- Por esa suma un estadounidense vendería hasta a su
padre.
Pero Coney no vendió a Díaz. Y tras rechazar traicionar a
su protegido regresó a su camarote. Ahí le platicó al general fugitivo lo que
había sucedido. Después de escucharlo el otro le pidió lápiz y papel, luego
comenzó a escribir. El estadounidense le preguntó que qué hacía. “Yo puedo hacer
más por usted que el coronel” Díaz le dijo. Sin embargo, Coney rompió aquel
papel sin haberlo leído, y reclamó a Díaz por esa acción que él consideró un
insulto. Al ver esta reacción, los ojos del futuro presidente de México se
enrojecieron de emoción, luego corrió a abrazar a su protector.
Ya sin soldados mexicanos, el pagador llevó al general al
cuarto de máquinas donde quedó escondido hasta que pudieran continuar con el
plan trazado por Coney. Engañado, un lanchero llevaría a Díaz hasta la
playa. Y esa noche, cuando el lanchero
del barco preguntó al pagador dónde estaba la caja que debía bajar a tierra quedó perplejo; de inmediato supo que se trataba de aquel
fugitivo que era buscado por soldados y policía mexicanos. Esa noche Porfirio
Díaz, Kaufman Coney y aquel lanchero estaba aterrorizados. Luego, ante la
negativa de éste de auxiliar al fugitivo,
a Díaz no le restó sino nadar hasta
tierra A pesar de ello, el general mexicano fue capaz de llegar a tierra y huir
rumbo a Oaxaca.
Ya presidente, Porfirio Díaz no olvidó aquel gesto de
ayuda de aquel masón que arriesgó su vida para ayudarle. Y en 1885 lo nombró
Cónsul de México en San Francisco, California. No sería sino hasta el 19 d
abril de 1903 cuando Coney sería relevado de dicho puesto. Nacido en Luisiana el primero de abril
de 1849, moriría el 4 de enero de 1930.