Con la Historia
Oficial lanzando siempre panegíricos y apologías de sus personajes históricos
preferidos, a menudo dibujados como santos, como seres perfectos o al menos
impolutos, y aunado a esto libros de autores que apasionados se apartan de la
delgada línea de imparcialidad en que debe mantenerse un historiador si desea
que su obra se apegue a la verdad,
resulta difícil creer que algunos
personajes de nuestra Historia fueran capaces de equivocarse, de mentir,
de sentir envidia, de ser rencorosos, de ser mujeriegos. Fueron ellos, al igual
que usted y que yo, hombres y mujeres de carne y hueso, con hormonas fluyendo
dentro de sí, y por ende seres con sentimientos y con pasiones. Personas que
amaban su patria, que deseaban lo mejor pare ella y sus hijos, pero que también
sentían envidias, que sabían mentir, que eran capaces de traicionar, de
equivocarse; que lo mismo podían amar a alguien u odiarlo. Plácido Vega Daza
fue un mujeriego empedernido; Ramón Corona era envidioso y rencoroso; Eustaquio
Buelna jamás pudo perdonar a Vega Daza y lo cubrió de oprobio sin piedad; y
José Antonio Abundio de Jesús Rosales Flores, el “Héroe de la Batalla de San
Pedro”, mejor conocido simplemente como
Antonio Rosales…
El
23 de junio de 1860 Plácido Vega se encontraba en campaña por el sur de Jalisco
cuando el coronel Antonio Rosales, a quien Plácido Vega había puesta a la
cabeza del Segundo Batallón de Sinaloa,
encabezó un movimiento intentando derrocarlo. Para ello el coronel se
alió con Remedios Meza y Adolfo Palacio, quienes junto con el hermano de éste,
licenciado Ricardo Palacio, y quien era ministro suplente del Tribunal de
Justicia del estado, fraguaron un plan e
intentaron seducir a las tropas para destituir al gobernador del estado. Al enterarse de esto Plácido Vega volvió a
Mazatlán y se encargó de castigar a los instigadores. Sin embargo, a él le
urgía salir rumbo a Sonora a unirse a Ignacio Pesqueira, pero el proceso
seguido a los inculpados le entorpecía la salida; Antonio Rosales exigía ser
juzgado por un Juez de Distrito y no por la justicia militar. El general temía
que la sola presencia de estos hombres causaría una nueva asonada, por lo que
optó por remitir a Adolfo Palacios a
Colima, previniéndole no regresar a Sinaloa, mientras que al coronel Antonio Rosales lo envió a Acapulco con la
prevención de no regresar a Sinaloa hasta recibir nuevas órdenes. Y allá fue
conducido el coronel Rosales en la balandra Veloz, bajo la guardia del
teniente Ignacio Zúñiga. Aunque
no estaba en prisión, Antonio Rosales permaneció en calidad de preso en
Acapulco, fue por ello que aprovechando la nula vigilancia que se ejercía sobre
su persona, el 22 de julio de 1861 se
escapó abordando un buque vapor con destino desconocido.
Plácido
Vega otorgó el perdón a Antonio Rosales. Casi dos años después de acaecida la
intentona, el 25 de abril de 1863, éste entró en Culiacán siendo nombrado
prefecto. Dos días después se celebró una Junta
de Notables la cual, de la cual supo el general Vega, entre otras cosas
resolvió respecto a él: “…para que sea
elevada al Supremo Magistrado de la Nación. Los puntos que dicha representación
debe abrazar son: 1. No admitir tu persona en el estado, caso que vuelvas; 2.
Rechazarte con la fuerza en caso necesario…”
El
día 4 de mayo de ese mismo año (1863) Jesús García Morales volvió a encargarse de nuevo de
la gubernatura del estado. Cinco días después, en Culiacán, el coronel Antonio
Rosales mandó acuartelar a todos los elementos de la guardia nacional que pudo
reunir, haciendo un total de 120. Eran
las 7 de la mañana del día 12 siguiente cuando los armó, equipó, y sin darles
explicación alguna salieron rumbo a Cosalá. En un punto denominado Las Moras
los soldados detuvieron su marcha y preguntaron al coronel cuáles eran su
destino y misión. Ni Antonio Rosales ni su segundo, Fernando Ramírez, pudieron
contestarles. Entonces los soldados
exigieron a Rosales les dijera a dónde los conducía. Viendo la
situación, Fernando Ramírez optó por unirse a los soldados que exigían una
explicación. Al no obtener respuesta los hombres lanzaron vítores al gobierno y
al estado. Al verse descubierto, Rosales cinchó su
caballo e inicio la huida. Los soldados le dispararon entre diez y doce veces,
pero el coronel se alejó ileso. Los hombres regresaron a Culiacán, a donde entraron a las 11 de la mañana de ese
mismo día. El segundo del coronel Rosales manifestó que éste se quedó con seis
mil pesos en libranzas contra Cosalá, las cuales había tomado de la casa de
moneda de Culiacán. En aquel acto se recogieron varios cajones de parque, 49
fusiles y 129 pesos; numerario que, como premio a su proceder, fue repartido entre los soldados que se
rehusaron a iniciar la asonada. Aún
más, Plácido Vega premió a los militares
que no secundaron a Rosales, otorgándoles la suma de setecientos cuarenta
pesos. El 4 de noviembre siguiente el prefecto y comandante militar de
Culiacán, Ignacio Izabal, realizó la
ceremonia pública de premiación, en las cual el numerario se repartió entre los
soldados fieles a Vega.
El plan del coronel
Rosales, y al cual había enviado cartas a varios prefectos invitándolos a que
se le adhirieran establecía: “…el plan
será desconocer a don Plácido, porque las elecciones se hicieron bajo la
presión de su tiránico poder que se
impedirá su vuelta; se suplica al gobierno general que haga volver al señor
Márquez a ponerse al frente del estado….” Poco después Antonio
Rosales fue capturado y Jesús García Morales lo deportó al estado de Durango,
encabezando él mismo la escolta.
El presidente Benito Juárez envió a Plácido Vega a San Francisco,
California, a comprar armas para la guerra contra Francia. El
general sinaloense inició las actividades propias de su misión. Pero poco
después tuvo lugar una anécdota que da prueba de los sentimientos y las
convicciones del héroe de la Batalla de San Lorenzo. Proveniente de Mazatlán y
otros puertos del Golfo de California, el 30 de abril de 1864 llegó a San
Francisco el buque vapor John L. Stephens. El coronel Antonio
Rosales venía abordo de dicho barco y de inmediato buscó a su antiguo enemigo
para pedirle un favor. Narra el propio
fuertense en carta enviada al gobernador de Sonora, Ignacio Pesqueira: “…al arribo del vapor John L. Stephens a este
puerto me manifestó el señor Antonio Rosales que como mexicano no podía
permanecer indiferente a la situación que guarda nuestro país, ni dejar de
ofrecer sus servicios a los estados de Sinaloa y Sonora cuando estaba el
primero atacado por los franceses y lo iba a ser próximamente el segundo. Que en
tal virtud ofrecía por mi conducto a los gobernadores de ambos estados sus servicios. Cumpliendo antes que todo con
el deber de mexicano, no he vacilado en complacer a este señor garantizándole
que si usted no aceptaba sus servicios, lo dejaría en libertad para dirigirse a
otro estado, o para regresar al extranjero”
El general Vega no sólo escribió esa carta, sino que también
en la misma fecha y en los mismos términos
envió sendas misivas al gobernador de Sinaloa, Jesús García Morales, y
al de Colima, Julio García. Aún
más, en esa misma fecha Plácido Vega envió cartas a los comerciantes Celso
Furhken, de Mazatlán, y Antonio Morales, de Guaymas, en las que les pedía: “…estimaré a usted de sobremanera que en caso de que el señor don
Antonio Rosales solicite de usted su pasaje de esa ciudad para algún otro lugar
se lo dé usted por mi cuenta particular seguro de que yo satisfaré su importe y
que con esto aumentará el número de los servicios que a usted adeudo”
El 15 de octubre de
1864, Antonio Rosales y Ramón Corona unieron sus fuerzas para derrocar al
gobernador Jesús García Morales, por la madrugada sus tropas entraron en
Mazatlán y lograron su cometido. El día 19 siguiente, al parecer el general
Ramón Corona nombró al coronel Antonio
Rosales gobernador del estado de Sinaloa. No obstante, el 13 de noviembre siguiente se vio obligado a entregar esta ciudad a las
fuerzas francesas. Y es aquí donde cometió un
grave error ya que habiendo sido notificado sobre las fuerzas francesas que las
hostilidades comenzarían a la mañana siguiente de su llegada, Rosales abandonó
Mazatlán sin notificarlo a los franceses y así, estos comenzaron a bombardear
la ciudad. Fue por este capítulo que la prensa francesa se mofó de Rosales: ”En el momento en que
el cuerpo de desembarco ponía pie a tierra, los últimos pelotones de la
guarnición escapaban por la ruta de Culiacán, y el general Lozada penetraba en
la plaza, con 400 hombres, por la ruta de Presidio. La caballería de este general se puso
inmediatamente en persecución de los
fugitivos y diezmó su retaguardia. Nuestras tropas encontraron en Mazatlán 25
piezas de cañón, de los cuales 15 están en buen estado, que el enemigo, en la
precipitación de su fuga, no tuvo tiempo de enclavar. Las municiones, los
aprovisionamientos, una parte incluso de las armas de la guarnición que cayeron
en nuestro poder, atestiguan el terror que la pronta determinación del ataque
arrojó en las filas del enemigo.” (Le Monde Illustré. París. 14 de enero de 1865. Página 24.)