Enrique:
El pasado veintinueve de julio cumplí un año más de vida y desde
semanas antes ya me había decidido celebrarlo a mi manera. Cansado, más que
cansado, agobiado de laborar día tras día por varios meses en mis dos trabajos,
en ambos pedí ese día libre y no permití que nadie estropeara mis planes. Fue
así como ese antepenúltimo día del séptimo mes me levanté hasta media mañana,
para así reponer al menos unas cuantas horas de sueño, y luego de desayunar
frugalmente caminé casi dos kilómetros hasta llegar a la estación del tren subterráneo.
El clima era perfecto; el sol brillaba sin nube alguna que le opacara y la
temperatura era agradable. Como te digo, era ese mi primer día libre en varios
meses y me sentía simplemente feliz de tenerlo sólo para mí. Compré mi boleto
en la máquina expendedora para luego depositarlo en la de la entrada. Deseché
la idea de utilizar las escaleras eléctricas para bajar a los andenes, por lo
que uno a uno descendí los noventa y tres escalones de concreto. Sólo unas
cuantas personas se encontraban en los apeaderos, donde esperé de pie por casi
veinte minutos hasta que por fin llegó el ansiado tren. Luego de un viaje de
casi cuarenta minutos, éste me llevó hasta la ciudad de San Francisco. Ahí
estaba yo en esta bellísima ciudad. Cómo resistirme a atravesar caminando el
Golden Gate, o por lo menos verlo de lejos. Qué o quién podría impedirme
visitar el Barrio Chino o el Muelle de los Pescadores. ¿Por qué no subirme a un
tranvía que me llevara hasta la cima de una de esas lomas tan escarpadas, o
abordar un ferri para visitar la famosa isla de Alcatraz?
Pero nada de eso era lo que yo tenía en mente. Por eso, luego de
descender del tren en la estación del Centro Cívico, caminé unos cuantos metros
de la calle Market, doblé en una esquina y de inmediato me encontré frente al
imponente edificio de la Biblioteca Pública de la Ciudad de San Francisco. Así
es, supongo que lo has adivinado. Medio loco como me llamabas tú en nuestra
juventud, ese día yo no estaba en esta ciudad para admirar sus bellezas
naturales o las creadas por el hombre, sino para sumergirme un poco en su
acervo cultural. Mi plan era visitar la biblioteca pública de la ciudad ya que necesitaba
yo un dato sobre la vida del general Vega y debería consultar los diarios del
año mil ochocientos setenta. Entré por la amplia puerta y caminé por el pasillo
central hasta llegar a la zona de los elevadores, presioné el botón para
ascender y en unos cuantos segundos se detuvo uno de estos. Lo abordé y tras
accionar el mecanismo llegué hasta el quinto piso. Ahí caminé por el pasillo
circular hasta encontrarme en la sección de microfilmes, donde de inmediato me
posesioné de una máquina lectora de éstos.
Un dato, un solo dato me hacía falta para dar por terminado un
capítulo de la vida del general Vega, pero al desconocer la fecha exacta en que
éste tuvo lugar debería yo consultar los diarios de ese año, desde el primero
de enero hasta encontrarlo. Tenía yo al menos tres opciones: el Daily Alta
California, el Evening Bulletin y el Morning Call. Opté por comenzar con el Alta,
por lo que tomé dos rollos, los cuales abarcaban los doce meses del año, y me
dispuse a castigar a mis ojos buscando las noticias que necesitaba. La edición
diaria de éste se componía de cuatro hojas, lo cual significa que para cubrir
un mes debería yo revisar doscientas cuarenta páginas. De este punto en
adelante sólo es cuestión de multiplicar. Si la búsqueda en el Alta fuera en
vano, pasaría a checar el Evening, y de ser necesario revisaría el tercer
periódico. En otras palabras, ese día me esperaban horas y más horas de
búsqueda, quizá tendría que regresar por segunda vez, tal vez hasta la tercera
o cuarta ocasión hasta encontrar el dato tan necesario.
Sin embargo, hay ocasiones en que la suerte está de nuestra parte.
Recuerdo una ocasión en la Biblioteca del Estado, en las calles Novena y N de
la ciudad de Sacramento, que abrí un archivo de cientos de libros contenidos en
microfichas y lo primero que encontré fue la narrativa de Abel Aubert du Petit
Thouars sobre su visita a nuestro puerto en el año 1828. A decir verdad yo
desconocía la existencia de este explorador, mucho menos tenía noticia alguna
sobre su narrativa, pero ahí estaba, allí la encontré sin siquiera buscarlo. Y
por increíble que parezca, en esta ocasión una vez más encontré los datos que
buscaba al consultar el primer rollo. Mejor aún, los había encontrado al
consultar los primeros números ¿Suerte, mera casualidad…? Es lo de menos la
manera cómo se le quiera llamar.
Media hora después de haber llegado a la biblioteca ya había yo
encontrado lo que buscaba y gracias a ello tenía para mí el resto del día. Bien
podía yo dedicarlo a vagar por tan maravillosa ciudad. Sin demora, pero sin
prisa, abandoné el edificio y caminé por la calle Market varias cuadras. Veía
yo, estudiaba a las personas que caminaban de un lado a otro, veía las muecas
en las caras de algunas, analizaba sus ropas de moda, me sentía atraído por sus
más modernos aparatos electrónicos. Una cosa que admiro de esta ciudad es su
carácter multicultural; en sus calles uno puede ver gente de todas las razas,
de todos los rasgos y colores de piel. No pude sustraerme a admirar los
altísimos edificios, los tranvías viejos, los carros para todos los niveles
económicos. Fui cuadra tras cuadra hasta que llegué a un edificio de varios pisos
que alberga la megatienda, así le llaman ellos mismos, de una compañía
discográfica; no pude resistirme y entré a ver lo que para mí resultó ser la
más amplia selección de música grabada en discos compactos y películas en
formato también de disco.
En los tres pisos de la tienda, los estantes alineados en forma
paralela mostraban la más grande variedad de discos que yo haya visto. Música
para todos los gustos: moderna, vieja, más vieja; rock, pop, tecno, reggae,
jazz, tango, ópera, clásica, tambora, etcétera; grabaciones europeas,
latinoamericanas, africanas, o de los más apartados lugares del planeta. En
fin, cualquier aficionado o un estudioso de la música bien podría pasar ahí el
día entero y no terminaría de examinar todas esas reproducciones. En un rincón
descubrí camisetas, tazas, ceniceros y otros artículos con los logotipos de los
artistas más famosos en la historia del rock; también los había con las
portadas de sus discos principales. No podían faltar objetos conmemorativos de
los Beatles, Pink Floyd, Boston, Rolling Stones y varios más. Sin embargo,
encontré una cosa que llamó poderosamente mi atención, un objeto que de
inmediato me hizo recordarte: un muñeco de treinta centímetros de altura del
cantante del grupo Queen. En efecto, ahí estaba una reproducción de tu ídolo
Freddie Mercury. Tomé la figura en mis manos para analizarla. Su vestimenta era
inconfundible, el parecido físico era increíble, inmejorable: su quijada un
poco prominente, de bigote negro y poblado, con la dentadura un tanto desalineada;
pantalón blanco con rayas rojas, chaleco de piel color amarillo bajo el cual
llevaba puesta una camiseta blanca. Claro, no podía faltarle un micrófono.
Viéndolo, lo primero que vino a mi mente fue una interrogante: ¿Sabrá Enrique
en Mazatlán que existe este figurín? Pero, conociéndote, de inmediato la
deseché. Cómo podría yo dudar siquiera que tú, todo un fanático de Queen, en tu
amplísima colección de discos, videos y objetos diversos no tenías ese
muñequín. Me sentí engañado por mí mismo.
Devolví la figura al estante y comencé a buscar una camiseta, una
taza, cualquier objeto conmemorativo de mis grupos de rock o cantantes
preferidos. Pero todo fue en vano. Ya con evidente falta de interés volví a
revisar algunos anaqueles, decidí omitir la sección de películas, y luego de
unos minutos salí local para caminar por las calles sin rumbo fijo.
Mientras caminaba, sin quererlo, el agridulce sabor de la
nostalgia me invadió por completo. Una cascada de recuerdos me asaltaba, las
remembranzas galopaban en mi mente, embestían mi presente. La mayoría eran de
gratos y pasados momentos entre amigos, de libaciones maratónicas que
terminaban hasta avanzada la noche. Durante éstas, con palabras que rebasaban
las ideas para salir incesantes de nuestras bocas, qué tema no tocamos: la
belleza, el sexo, la política, la situación internacional, la religión, la
corrupción interminable, la música, etcétera. El muñeco de Freddie Mercury
desenterró de un golpe todas aquellas vivencias.
Bien recuerdo que de todas aquellas ocasiones no hubo una sola sin
el acompañamiento de nuestra música preferida; tú con Queen principalmente, yo
con la mía. Ello trajo a mi memoria otra tarde, aquella de finales de noviembre
de 1991 cuando Pablo y yo íbamos por Olas Altas en su viejo carro y encendí el
radio para oír música. Se escuchaba la canción Rapsodia Bohemia, “Mamá, no
quiero morir. A veces deseo no haber nacido” cantaba Freddie cuando por alguna
razón Pablo cambió de estación transmisora. Sabía yo bien que la salud de este
cantante se encontraba bastante quebrantada y cuando en la segunda
radiodifusora se escuchó otra de sus canciones comencé a sospechar que algo
había sucedido. Menos de tres minutos después llegó la confirmación a mis
sospechas, cuando un locutor local anunció: “Freddie Mercury, cantante y líder
del grupo Queen falleció hoy en Londres, Inglaterra, de...” El hombre continuó dando
pormenores de la noticia, pero me parecieron sin importancia. De inmediato
pensé en ti, el superfanático tanto del grupo como de su cantante. Yo sabía
bien que la noticia te afectaría. Y así fue. A partir de esa fecha durante un
año vestiste de negro en señal de luto. También, según me lo dijiste,
religiosamente cada día escuchabas un disco del grupo y acrecentaste tu
colección de sus objetos.
Por un segundo abandoné todos esos recuerdos, sólo para darme
cuenta que ya era de noche. Entonces decidí regresar a casa por lo que me
encaminé hacia la primera estación del metro que quedara a mi paso. Un poco
cansado de la caminata, poco más de una hora después ya estaba yo en mi
dormitorio preparándome para la rutina que me esperaba al día siguiente. Por la
mañana me levanté temprano y como autómata fui a cumplir con mi trabajo. Al día
posterior lo mismo, y al subsecuente. Pasó una semana y a ésta le siguió otra y
otra. Luego un mes y otro, hasta que aquel veintinueve de julio quedó sepultado
tanto por la monotonía del trabajo como por nuevos sucesos. Más de seis meses
pasaron después de aquella caminata por la ciudad de San Francisco cuando una
noche, mejor dicho una mañana muy temprano, tuve un sueño que me hizo darme
cuenta el grado de admiración que le profesabas, me imagino que le profesas aún
al grupo Queen, pero sobre todo a su cantante Freddie Mercury. También ese
sueño me hizo darme cuenta de facetas de tu personalidad que jamás percibí.
En los terrenos de Morfeo, de nueva cuenta me vi en aquella tienda
de discos, mejor dicho frente a aquel estante donde se encontraban las figuras
del finado cantante de Queen.
- ¿Sabrá Enrique en Mazatlán que existe este muñeco de su artista
preferido? Me pregunté de nuevo. Miré su precio, bastante accesible, y pensé
enviártelo. No tiene caso, pensé, seguro que ya lo tiene. Pero un segundo
después tú estabas frente a mí. En silencio, me veías con el figurín en mis manos.
Al darme cuenta que estabas ahí, no perdí tiempo:
- Mira, Enrique –te dije gustoso– ¿lo has visto antes?
Tu cara me mostró la más condescendiente de tus sonrisas. Apenas
tuve tiempo de notar tu gesto, pero de mi boca ya iba saliendo la siguiente
pregunta.
- ¿Ya lo tienes?
Una vez más tu cara mostró reprobación a mi pregunta. Mi duda te
había ofendido, y yo me sentía avergonzado. Cómo pude haber pensado que no lo
tienes en tu colección.
- Mírame bien –me dijiste. ¿De verdad no me reconoces?
Por un momento no supe qué hacer, hasta que accedí a mirarte. No
sabía a qué te referías. En mi mirada descubriste una profunda interrogativa,
razón por la que de nuevo me pediste:
- Fíjate bien.
Yo no tenía una mínima idea de qué es lo que querías mostrarme. Me
miraste con condescendencia, pero a la vez con impaciencia. Aún así seguía yo
sin adivinar tu intención.
- ¡Mírame, fíjate bien! ¿No me reconoces? –casi me exigiste.
Entonces te miré de nuevo, y me di cuenta que se efectuaba en ti
una metamorfosis. Tu bigote tan escasamente poblado se transformó en un
perfectamente delineado y abundante mostacho negro. Tus dientes, naturalmente
saltados, tomaban una desalineación peculiar. Tu pelo negro lucía un peinado
que era impecable. Tu quijada se hizo prominente.
A estas alturas ya sabía yo hacia donde querías llevarme. No
obstante, tus ojos me pidieron, me ordenaron mirarte una vez más. Tu pantalón
color caqui se transformó en uno deportivo color blanco con rayas rojas. Tus
zapatos negros se convirtieron en tenis blancos. Luego aquella camisa negra se
tornó en un chaleco de piel color amarillo bajo el cual llevabas una camiseta
blanca.
En un instante tú emergiste del muñeco de Freddie o, a decir
verdad, no sé si éste se transformó en ti. Tú y él eran lo mismo. Yo no podía
creer a mis ojos, mi boca era incapaz de articular una sola palabra. Creí que
ahí terminaría el sueño, pero no, se hizo aún más profundo y como en las
películas reservó la parte sustantiva para el final. Fue entonces cuando el
muñeco desapareció y frente a mí tenía yo no sé a quién ¿eras tú o era Freddie
Mercury? Me resultaba imposible diferenciar uno del otro.
- ¿Me ves, me reconoces? –con la más amplia y sincera sonrisa, con
sumo orgullo me preguntaste. Fue esta interrogación la que me hizo descubrirte,
y tú lo notaste.
- Veo que ahora sí me reconoces –aseveraste con todo tu orgullo
inflamado. Por vez primera desde que nos conocemos me di cuenta que en tu
manera de vestir, de caminar, de peinarte, siempre imitabas al legendario
cantante. Sorprendido, te miré por un momento, iba a decirte no sé qué cosa
pero entonces el más inoportuno estímulo me hizo despertar.
El sueño recién terminado parecía haber sido una vivencia real.
Somnoliento, durante los primeros segundos fui incapaz diferenciar entre ésta y
aquél, pero al fin logré sobreponerme. La mañana ya estaba clara pero mi
despertador aún tardaría varios minutos antes de sonar. Entonces, motivado por
la aventura onírica, decidí levantarme para buscar en un ropero un paquete de
fotografías que una a una fui guardando con el paso de los años. Hurgué un poco
y encontré una foto tomada más de veinte años atrás en la que estamos varios
compañeros en la Playa Norte. En ella, en el extremo superior derecho, estás tú
un poco separado del grupo. Claramente se puede ver que adoptabas la misma pose
que el muñeco de Freddie Mercury.
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