sábado, 11 de junio de 2016

Conociendo el Túnel El Sinaloense

Abril de 2016. El sábado quince me dispuse a cumplir la promesa que le había hecho a mi hijo de viajar juntos a Durango para que conociera él tanto esta ciudad como el Puente Baluarte y el túnel El Sinaloense. Por esa razón fuimos a Viajes Alfa Tours y reservamos nuestros pasajes para salir rumbo a la capital del vecino estado a las cinco de la mañana del día siguiente. Y así lo hicimos, minutos antes de la hora citada nos encontrábamos ya en el camión número 09 de la compañía turística. La guía de turistas “Rubí”, una mujer alta y robusta, nos dio la bienvenida y nos pidió paciencia ya que teníamos que esperar a otros compañeros de viaje quienes, por una u otra causa, les fue imposible llegar a tiempo a la cita.
No pasó mucho tiempo antes de que el camión con sus veintinueve pasajeros, la guía de turistas y, obvio, el chofer comenzara su recorrido. Aún no aparecía el alba por lo que decidí regresar a la tierra de Morfeo por unos minutos más. Pero nada iba a privarme del placer de admirar el paisaje, túnel y puente, lo que me hizo despertar apenas habíamos llegado a la caseta de cobro de Mesillas; ya los primeros rayos del sol se hacían presentes. Pocos minutos después pasábamos por varios túneles, entre ellos el de Pánuco, donde le dije a mi hijo que su abuela había nacido precisamente ahí. Minutos más tarde tuvimos a la vista el túnel El Sinaloense, que me parece tan impresionante como el mismo puente Baluarte, el cual maravilló a mi hijo al asomarse al vacío.
El paisaje cambió por completo, dominado por altas y esbeltas coníferas es bellísimo. En un punto la guía de turistas pidió nuestra atención pues tenía algo muy importante qué mostrarnos.
- En esas cuevas –nos dijo señalando a un punto negro, inaccesible, en la ladera de un cerro– se escondía El Chapo Guzmán.
Guste o no la narcocultura permea y este anunció despertó el interés de la gran mayoría de los viajeros; muchos de ellos de inmediato le tomaban fotografías a aquel punto negro.
Más adelante, cuando no eran ni las siete de la mañana en Mazatlán, la guía nos anunció que había llegado la hora de desayunar por lo que el camión se detuvo y fuimos conducidos a unas cabañas en las orillas de una población a la que ella llamaba Echeverría. Al descender del vehículo mi piel se erizó al sentir el frío. Miré alrededor y vi que un poco de neblina cubría el pueblo. Tras haber comido un menudo rojo de no muy buen sabor, gracias a los letreros de la carretera me enteré que el nombre correcto de la población es Chavarría.

Cuando el viaje continuó yo deseaba seguir admirando el paisaje duranguense, pero Morfeo ya había decidido otra cosa y me obligó a visitar su mundo. Fue por ello que cuando menos pensé, ya en las afueras de la ciudad de Durango, desperté cuando el camión se detuvo en una especie de hacienda llamada Ferrería. De ahí fuimos llevados de inmediato al teleférico, en el que podríamos viajar si el viento nos lo permitía; y todos nos quedamos con las ganas de subirnos a tan bonita cabina para ver desde el aire la ciudad.

¡Caray! ¡Yo nunca había viajado en estos tours grupales! Las etapas del viaje se suceden como una diarrea; no hay libertad ni tiempo para admirar, para estudiar, para aprender. De Ferrería al teleférico, de éste al Museo de Minería, de aquí al Museo de Pancho Villa. ¡Ah, si. Es cierto! se nos concedieron cuarenta y cinco minutos para recorrer el bellísimo centro de la ciudad de Durango, cuyos edificios centenarios me dejaron maravillado y, además de esto, envidié la limpieza de sus calles que para nada se parecen a las sucias, mugrientas y cochambrosas que tenemos en Mazatlán.

Sí, así es. Tan sólo tuvimos cuarenta y cinco minutos para recorrer el centro histórico de una ciudad tan bella, limpia y llena de Historia. De ahí fuimos conducidos a El Viejo Oeste donde habríamos de tomar nuestra comida en un restaurante denominado Marlboro. 
Aquí mi hijo y yo nos sentamos en una mesa, y él ordenó una orden de tres tacos de carne asada. Al cabo de un rato una joven y guapa mesera, vestida de esa época, le trajo tres gorditas rellenas de un poco de carne y salchichas. Luego, cuando iba a comenzar el espectáculo, mi hijo abandonó la mesa y se instaló donde pudo disfrutar de éste desde un ángulo mejor. A verme solo en una mesa de cuatro sillas, tres profesoras provenientes de Rosario, Sinaloa, y que viajaban en otro autobús me pidieron permiso para ocupar los espacios vacíos. Una de ellas abrió el menú y apenas leyó “Caldo tlalpeño” no quiso saber más.
- Me trae un Caldo Tlalpeño –le ordenó a la muchacha.
- Y a mí otro –también pidió otra de las maestras, mientras la tercera se limitó a estudiar la situación.
Muy pronto las mujeres tuvieron ante ellas sendos tazones de una sopa de verduras, la cual miraban con una mezcla de sorpresa y decepción. Luego, cuando una de ellas probó el platillo, vino lo que yo esperaba al ver sus rostros: El sabor de la sopa distaba mucho de ser lo que habían ordenado.
- Esto no sabe nada a Caldo Tlalpeño –dijo en voz alta. Luego la otra lo conformó.
Ya los tacos que había ordenado mi hijo me habían puesto en alerta, y esto de la sopa no me sorprendió para nada. Por ello, con algo de sarcasmo, les dije:
- Quizá la muchacha se equivocó y les trajo Caldo de Cuajimalpa.
Quizá fue lo mejor que ellas no entendieron mi broma.
- Es que nosotras estamos acostumbradas a la de La Panamá. Cada fin de semana vamos a Mazatlán y…
Para entonces el espectáculo de El Salvaje Oeste ya había comenzado y dejé de prestar toda mi atención a estas amables, pero decepcionadas mujeres. Durante el show no supe quien reía más si mi hijo o un anciano que parecía estadounidense; ambos se carcajeaban con cada ocurrencia de los actores.
Y llegó, por fin, la hora de regresar a Mazatlán. Pero me quedó el mal sabor de la comida del restaurante Marlboro, de aquel Caldo de Cuajimalpa y de sus tacos de salchicha que sí probé. También me decepcionó el servicio de todos los guías que nos atendieron en los distintos lugares que visitamos. Desde Ferrería hasta el Museo de Pancho Villa su falta de profesionalismo fue evidente y, lo siento mucho, pero en este mismo saco meto a la pobre de “Rubí” quien, entre otros errores, nos aseguró que en Durango existe una máquina de ferrocarril de más de trescientos años de antigüedad.
Y ahí veníamos en el camión 09 de Alfatours bajando la Sierra Madre, cruzamos el Puente Baluarte y poco después entramos al túnel El Sinaloense. Segundos después se escuchó cómo el motor del camión se rendía, éste desaceleró y se detuvo metros adelante. El chofer se bajó del vehículo para investigar qué sucedía; de inmediato “Rubí” nos ordenó permanecer en nuestros asientos, y así lo hicimos por sólo uno segundos, ya que yo comencé a detectar el olor de algo que se quema.
- Huele a quemado –le dije a un pasajero vecino.
- Sí, huele a quemado –repitió él ya con voz un poco más elevada.
Al escucharlo, “Rubí” ordenó nos bajáramos del camión, pero ya no hizo más, y como mi hijo se apresuró a llegar a la puerta fui yo quien dio la orden de permanecer repegados al túnel, de no acercarse al arroyo vial.
- ¿Repegados al túnel? –me preguntó un anciano ya en los escalones, y yo se lo confirmé.
Muy pronto no había ni una persona en el camión, pero todos se quedaron cerca de la puerta, justo donde representaría mayor peligro si otro vehículo impactaba la parte trasera del nuestro. Por ello le ordené a mi hijo camináramos hacia el otro lado. Si bien el chofer había encendido las luces intermitentes del autobús, éstas eran demasiado tenues, pero por fortuna encontré un cono grande de color anaranjado, el cual coloqué a varios metros atrás del camión.
Fue entonces cuando mi hijo, a pocos metros del vehículo, encontró un acceso al túnel peatonal de emergencia. Y ahí nos refugiamos él, otros pasajeros y yo. Ahí nos enteramos el punto exacto donde nos encontrábamos: a 1100 metros de la salida hacia Durango y a 1700 de la salida a Villa Unión. Yo esperaba que “Rubí” ya hubiera llamado a los servicios de emergencia a través del sistema de comunicación de la autopista, y salí para preguntarle; de no ser así yo lo haría. Tal vez ella adivinó mis intenciones, porque sin preguntarle me dijo que ya había dado aviso.
¡Qué casualidad! Yo soñaba con recorrer este túnel y ahora se me presentaba la oportunidad. Bueno, sí, pero no era como yo la había deseado. Aún así, caminé unos cuantos metros por aquel túnel de emergencia.
La verdad es que no tardó en llegar una ambulancia de los servicios de la autopista. Y lo primero que hizo la mujer que descendió de ella fue ordenar a quienes permanecían en las cercanías del camión desplazarse al acceso del túnel peatonal. Luego colocó la ambulancia a unos cien metros detrás del camión para, con sus luces led, prevenir a los vehículos que viajaban rumbo a Concordia. Además colocó varios conos preventivos tanto detrás como delante del camión descompuesto.
“Rubí” nos dijo que los recién llegados le habían dicho que en se avisaba a los demás usuarios de la autopista sobre lo que sucedía en el túnel, con el fin de que tomaran precauciones; además, aseguró, ya avisé a mi central para que nos manden otro camión. Al escuchar esto último yo me preguntaba si la señal de su celular era tan potente como para atravesar el grosor de la montaña dentro de la que nos encontrábamos.
Al ver las caras de quienes nos encontrábamos ahí, noté que la mayoría lo tomábamos como lo que era: un simple gaje, algo que a cualquier persona y a cualquier compañía le puede suceder. Pero también había personas cuyos rostros no podían ocultar el nerviosismo que sentían. Y para empeorar la situación algunos de los conductores de tractocamiones, quizá molestos por hacerlos desacelerar y retardar su viaje, hacían sonar sus potentes cornetas produciendo un ruido más que molesto.
Pasaron varios minutos más hasta que el chofer informó a la mujer de los servicios de emergencia que había reparado el camión y que ya podíamos continuar el viaje. Y así fue, pero la ambulancia nos escoltó hasta la salida del túnel. Fue ella, ellos, los del servicio de emergencia, muy profesionales y comprensivos.
Al salir del túnel el chofer detuvo el camión a un lado del camino, pero fue conminado por la misma mujer de la ambulancia a estacionarse al otro lado del camino, en un terreno que sirvió para este fin y que, además no ponía en peligro a nadie. Al abandonar el camino, el camión se tambaleó como si fuera a volcarse, pero por fortuna no fue así. Ahí duramos varios minutos, en lo que el conductor llenaba unos garrafones de agua. Y por fin de nuevo viajábamos de regreso a Mazatlán. Pero el camión no avanzó mucho cuando se sintió que el motor fallaba de nuevo y, como pudo, llegó hasta la caseta de Mesillas. Ahí nos quedamos varios minutos más mientras el conductor hacía lo posible por reparar de nuevo el vehículo. “Rubí”, por su parte, nos hizo saber que su central ya había enviado otro autobús para rescatarnos. Pero éste no llegaba y primero el chofer pudo arreglar aquello que comencé a ver como una carcacha.
- Si quieren pueden esperar aquí el otro camión o nos vamos despacito hasta donde lo encontremos –nos dijo la guía.
El viaje ya era tedioso, cansado. Muchos nos veíamos malhumorados por aquella situación. Y fue por ellos que todos, sin excepción, decidimos subirnos a la carcacha. Y de nuevo ahí íbamos rumbo al puerto, hasta que…. Una vez más el 09 se rindió justo cuando ya casi llegábamos a Villa Unión. Pero debido a la sola inclinación del camino el vehículo pudo llegar hasta una gasolinera. Ahí una vez más el conductor se convirtió en mecánico. Fue ahí y entonces cuando lo oímos decir que ese no era su camión y que el 09 ya era como la cuarta vez que se descomponía en el camino, que en una ocasión en San Luis Potosí….
La verdad es que no pasaron muchos minutos antes de que llegara otro camión de la misma compañía hasta aquella gasolinera y nos trasladara, ahora sí sin falla alguna, hasta el punto donde habíamos iniciado aquella excursión. Cierto es que salvo la molestia y riesgo que corrimos nada sucedió a nadie de los pasajeros del camión 09, pero…

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