sábado, 11 de junio de 2016

El Muñeco de Freddie Mercury


Enrique:

El pasado veintinueve de julio cumplí un año más de vida y desde semanas antes ya me había decidido celebrarlo a mi manera. Cansado, más que cansado, agobiado de laborar día tras día por varios meses en mis dos trabajos, en ambos pedí ese día libre y no permití que nadie estropeara mis planes. Fue así como ese antepenúltimo día del séptimo mes me levanté hasta media mañana, para así reponer al menos unas cuantas horas de sueño, y luego de desayunar frugalmente caminé casi dos kilómetros hasta llegar a la estación del tren subterráneo. El clima era perfecto; el sol brillaba sin nube alguna que le opacara y la temperatura era agradable. Como te digo, era ese mi primer día libre en varios meses y me sentía simplemente feliz de tenerlo sólo para mí. Compré mi boleto en la máquina expendedora para luego depositarlo en la de la entrada. Deseché la idea de utilizar las escaleras eléctricas para bajar a los andenes, por lo que uno a uno descendí los noventa y tres escalones de concreto. Sólo unas cuantas personas se encontraban en los apeaderos, donde esperé de pie por casi veinte minutos hasta que por fin llegó el ansiado tren. Luego de un viaje de casi cuarenta minutos, éste me llevó hasta la ciudad de San Francisco. Ahí estaba yo en esta bellísima ciudad. Cómo resistirme a atravesar caminando el Golden Gate, o por lo menos verlo de lejos. Qué o quién podría impedirme visitar el Barrio Chino o el Muelle de los Pescadores. ¿Por qué no subirme a un tranvía que me llevara hasta la cima de una de esas lomas tan escarpadas, o abordar un ferri para visitar la famosa isla de Alcatraz?

Pero nada de eso era lo que yo tenía en mente. Por eso, luego de descender del tren en la estación del Centro Cívico, caminé unos cuantos metros de la calle Market, doblé en una esquina y de inmediato me encontré frente al imponente edificio de la Biblioteca Pública de la Ciudad de San Francisco. Así es, supongo que lo has adivinado. Medio loco como me llamabas tú en nuestra juventud, ese día yo no estaba en esta ciudad para admirar sus bellezas naturales o las creadas por el hombre, sino para sumergirme un poco en su acervo cultural. Mi plan era visitar la biblioteca pública de la ciudad ya que necesitaba yo un dato sobre la vida del general Vega y debería consultar los diarios del año mil ochocientos setenta. Entré por la amplia puerta y caminé por el pasillo central hasta llegar a la zona de los elevadores, presioné el botón para ascender y en unos cuantos segundos se detuvo uno de estos. Lo abordé y tras accionar el mecanismo llegué hasta el quinto piso. Ahí caminé por el pasillo circular hasta encontrarme en la sección de microfilmes, donde de inmediato me posesioné de una máquina lectora de éstos.

Un dato, un solo dato me hacía falta para dar por terminado un capítulo de la vida del general Vega, pero al desconocer la fecha exacta en que éste tuvo lugar debería yo consultar los diarios de ese año, desde el primero de enero hasta encontrarlo. Tenía yo al menos tres opciones: el Daily Alta California, el Evening Bulletin y el Morning Call. Opté por comenzar con el Alta, por lo que tomé dos rollos, los cuales abarcaban los doce meses del año, y me dispuse a castigar a mis ojos buscando las noticias que necesitaba. La edición diaria de éste se componía de cuatro hojas, lo cual significa que para cubrir un mes debería yo revisar doscientas cuarenta páginas. De este punto en adelante sólo es cuestión de multiplicar. Si la búsqueda en el Alta fuera en vano, pasaría a checar el Evening, y de ser necesario revisaría el tercer periódico. En otras palabras, ese día me esperaban horas y más horas de búsqueda, quizá tendría que regresar por segunda vez, tal vez hasta la tercera o cuarta ocasión hasta encontrar el dato tan necesario.

Sin embargo, hay ocasiones en que la suerte está de nuestra parte. Recuerdo una ocasión en la Biblioteca del Estado, en las calles Novena y N de la ciudad de Sacramento, que abrí un archivo de cientos de libros contenidos en microfichas y lo primero que encontré fue la narrativa de Abel Aubert du Petit Thouars sobre su visita a nuestro puerto en el año 1828. A decir verdad yo desconocía la existencia de este explorador, mucho menos tenía noticia alguna sobre su narrativa, pero ahí estaba, allí la encontré sin siquiera buscarlo. Y por increíble que parezca, en esta ocasión una vez más encontré los datos que buscaba al consultar el primer rollo. Mejor aún, los había encontrado al consultar los primeros números ¿Suerte, mera casualidad…? Es lo de menos la manera cómo se le quiera llamar.

Media hora después de haber llegado a la biblioteca ya había yo encontrado lo que buscaba y gracias a ello tenía para mí el resto del día. Bien podía yo dedicarlo a vagar por tan maravillosa ciudad. Sin demora, pero sin prisa, abandoné el edificio y caminé por la calle Market varias cuadras. Veía yo, estudiaba a las personas que caminaban de un lado a otro, veía las muecas en las caras de algunas, analizaba sus ropas de moda, me sentía atraído por sus más modernos aparatos electrónicos. Una cosa que admiro de esta ciudad es su carácter multicultural; en sus calles uno puede ver gente de todas las razas, de todos los rasgos y colores de piel. No pude sustraerme a admirar los altísimos edificios, los tranvías viejos, los carros para todos los niveles económicos. Fui cuadra tras cuadra hasta que llegué a un edificio de varios pisos que alberga la megatienda, así le llaman ellos mismos, de una compañía discográfica; no pude resistirme y entré a ver lo que para mí resultó ser la más amplia selección de música grabada en discos compactos y películas en formato también de disco.

En los tres pisos de la tienda, los estantes alineados en forma paralela mostraban la más grande variedad de discos que yo haya visto. Música para todos los gustos: moderna, vieja, más vieja; rock, pop, tecno, reggae, jazz, tango, ópera, clásica, tambora, etcétera; grabaciones europeas, latinoamericanas, africanas, o de los más apartados lugares del planeta. En fin, cualquier aficionado o un estudioso de la música bien podría pasar ahí el día entero y no terminaría de examinar todas esas reproducciones. En un rincón descubrí camisetas, tazas, ceniceros y otros artículos con los logotipos de los artistas más famosos en la historia del rock; también los había con las portadas de sus discos principales. No podían faltar objetos conmemorativos de los Beatles, Pink Floyd, Boston, Rolling Stones y varios más. Sin embargo, encontré una cosa que llamó poderosamente mi atención, un objeto que de inmediato me hizo recordarte: un muñeco de treinta centímetros de altura del cantante del grupo Queen. En efecto, ahí estaba una reproducción de tu ídolo Freddie Mercury. Tomé la figura en mis manos para analizarla. Su vestimenta era inconfundible, el parecido físico era increíble, inmejorable: su quijada un poco prominente, de bigote negro y poblado, con la dentadura un tanto desalineada; pantalón blanco con rayas rojas, chaleco de piel color amarillo bajo el cual llevaba puesta una camiseta blanca. Claro, no podía faltarle un micrófono. Viéndolo, lo primero que vino a mi mente fue una interrogante: ¿Sabrá Enrique en Mazatlán que existe este figurín? Pero, conociéndote, de inmediato la deseché. Cómo podría yo dudar siquiera que tú, todo un fanático de Queen, en tu amplísima colección de discos, videos y objetos diversos no tenías ese muñequín. Me sentí engañado por mí mismo.

Devolví la figura al estante y comencé a buscar una camiseta, una taza, cualquier objeto conmemorativo de mis grupos de rock o cantantes preferidos. Pero todo fue en vano. Ya con evidente falta de interés volví a revisar algunos anaqueles, decidí omitir la sección de películas, y luego de unos minutos salí local para caminar por las calles sin rumbo fijo.
Mientras caminaba, sin quererlo, el agridulce sabor de la nostalgia me invadió por completo. Una cascada de recuerdos me asaltaba, las remembranzas galopaban en mi mente, embestían mi presente. La mayoría eran de gratos y pasados momentos entre amigos, de libaciones maratónicas que terminaban hasta avanzada la noche. Durante éstas, con palabras que rebasaban las ideas para salir incesantes de nuestras bocas, qué tema no tocamos: la belleza, el sexo, la política, la situación internacional, la religión, la corrupción interminable, la música, etcétera. El muñeco de Freddie Mercury desenterró de un golpe todas aquellas vivencias.

Bien recuerdo que de todas aquellas ocasiones no hubo una sola sin el acompañamiento de nuestra música preferida; tú con Queen principalmente, yo con la mía. Ello trajo a mi memoria otra tarde, aquella de finales de noviembre de 1991 cuando Pablo y yo íbamos por Olas Altas en su viejo carro y encendí el radio para oír música. Se escuchaba la canción Rapsodia Bohemia, “Mamá, no quiero morir. A veces deseo no haber nacido” cantaba Freddie cuando por alguna razón Pablo cambió de estación transmisora. Sabía yo bien que la salud de este cantante se encontraba bastante quebrantada y cuando en la segunda radiodifusora se escuchó otra de sus canciones comencé a sospechar que algo había sucedido. Menos de tres minutos después llegó la confirmación a mis sospechas, cuando un locutor local anunció: “Freddie Mercury, cantante y líder del grupo Queen falleció hoy en Londres, Inglaterra, de...” El hombre continuó dando pormenores de la noticia, pero me parecieron sin importancia. De inmediato pensé en ti, el superfanático tanto del grupo como de su cantante. Yo sabía bien que la noticia te afectaría. Y así fue. A partir de esa fecha durante un año vestiste de negro en señal de luto. También, según me lo dijiste, religiosamente cada día escuchabas un disco del grupo y acrecentaste tu colección de sus objetos.

Por un segundo abandoné todos esos recuerdos, sólo para darme cuenta que ya era de noche. Entonces decidí regresar a casa por lo que me encaminé hacia la primera estación del metro que quedara a mi paso. Un poco cansado de la caminata, poco más de una hora después ya estaba yo en mi dormitorio preparándome para la rutina que me esperaba al día siguiente. Por la mañana me levanté temprano y como autómata fui a cumplir con mi trabajo. Al día posterior lo mismo, y al subsecuente. Pasó una semana y a ésta le siguió otra y otra. Luego un mes y otro, hasta que aquel veintinueve de julio quedó sepultado tanto por la monotonía del trabajo como por nuevos sucesos. Más de seis meses pasaron después de aquella caminata por la ciudad de San Francisco cuando una noche, mejor dicho una mañana muy temprano, tuve un sueño que me hizo darme cuenta el grado de admiración que le profesabas, me imagino que le profesas aún al grupo Queen, pero sobre todo a su cantante Freddie Mercury. También ese sueño me hizo darme cuenta de facetas de tu personalidad que jamás percibí.

En los terrenos de Morfeo, de nueva cuenta me vi en aquella tienda de discos, mejor dicho frente a aquel estante donde se encontraban las figuras del finado cantante de Queen.

- ¿Sabrá Enrique en Mazatlán que existe este muñeco de su artista preferido? Me pregunté de nuevo. Miré su precio, bastante accesible, y pensé enviártelo. No tiene caso, pensé, seguro que ya lo tiene. Pero un segundo después tú estabas frente a mí. En silencio, me veías con el figurín en mis manos. Al darme cuenta que estabas ahí, no perdí tiempo:

- Mira, Enrique –te dije gustoso– ¿lo has visto antes?
Tu cara me mostró la más condescendiente de tus sonrisas. Apenas tuve tiempo de notar tu gesto, pero de mi boca ya iba saliendo la siguiente pregunta.

- ¿Ya lo tienes?

Una vez más tu cara mostró reprobación a mi pregunta. Mi duda te había ofendido, y yo me sentía avergonzado. Cómo pude haber pensado que no lo tienes en tu colección.

- Mírame bien –me dijiste. ¿De verdad no me reconoces?

Por un momento no supe qué hacer, hasta que accedí a mirarte. No sabía a qué te referías. En mi mirada descubriste una profunda interrogativa, razón por la que de nuevo me pediste:

- Fíjate bien.

Yo no tenía una mínima idea de qué es lo que querías mostrarme. Me miraste con condescendencia, pero a la vez con impaciencia. Aún así seguía yo sin adivinar tu intención.

- ¡Mírame, fíjate bien! ¿No me reconoces? –casi me exigiste.

Entonces te miré de nuevo, y me di cuenta que se efectuaba en ti una metamorfosis. Tu bigote tan escasamente poblado se transformó en un perfectamente delineado y abundante mostacho negro. Tus dientes, naturalmente saltados, tomaban una desalineación peculiar. Tu pelo negro lucía un peinado que era impecable. Tu quijada se hizo prominente.

A estas alturas ya sabía yo hacia donde querías llevarme. No obstante, tus ojos me pidieron, me ordenaron mirarte una vez más. Tu pantalón color caqui se transformó en uno deportivo color blanco con rayas rojas. Tus zapatos negros se convirtieron en tenis blancos. Luego aquella camisa negra se tornó en un chaleco de piel color amarillo bajo el cual llevabas una camiseta blanca.

En un instante tú emergiste del muñeco de Freddie o, a decir verdad, no sé si éste se transformó en ti. Tú y él eran lo mismo. Yo no podía creer a mis ojos, mi boca era incapaz de articular una sola palabra. Creí que ahí terminaría el sueño, pero no, se hizo aún más profundo y como en las películas reservó la parte sustantiva para el final. Fue entonces cuando el muñeco desapareció y frente a mí tenía yo no sé a quién ¿eras tú o era Freddie Mercury? Me resultaba imposible diferenciar uno del otro.

- ¿Me ves, me reconoces? –con la más amplia y sincera sonrisa, con sumo orgullo me preguntaste. Fue esta interrogación la que me hizo descubrirte, y tú lo notaste.

- Veo que ahora sí me reconoces –aseveraste con todo tu orgullo inflamado. Por vez primera desde que nos conocemos me di cuenta que en tu manera de vestir, de caminar, de peinarte, siempre imitabas al legendario cantante. Sorprendido, te miré por un momento, iba a decirte no sé qué cosa pero entonces el más inoportuno estímulo me hizo despertar.

El sueño recién terminado parecía haber sido una vivencia real. Somnoliento, durante los primeros segundos fui incapaz diferenciar entre ésta y aquél, pero al fin logré sobreponerme. La mañana ya estaba clara pero mi despertador aún tardaría varios minutos antes de sonar. Entonces, motivado por la aventura onírica, decidí levantarme para buscar en un ropero un paquete de fotografías que una a una fui guardando con el paso de los años. Hurgué un poco y encontré una foto tomada más de veinte años atrás en la que estamos varios compañeros en la Playa Norte. En ella, en el extremo superior derecho, estás tú un poco separado del grupo. Claramente se puede ver que adoptabas la misma pose que el muñeco de Freddie Mercury.


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