miércoles, 8 de junio de 2016

En Presidio en Tiempos de Guerra

(Traducción e Investigación de Antonio Lerma Garay)


En Presidio en Tiempos de Guerra
M. B. Wyman


El Gobierno Imperial había demostrado su fracaso. El Ejército Francés, traicionado, abatido y desesperado había evacuado Mazatlán dejando, como tristes evidencias de su ocupación las tumbas de valientes camaradas que habían caído en tantas acometidas audaces, sabiendo muy bien que eso era un disparate. Entre los soldados había conciencia de su mal manejo, de su mala concepción y el desorden general. Y cuando, en vez de una recepción cordial que suponían esperar de aquellos a quienes venían a servir, s encontraban esquivados y su ayuda ignorada, perdieron todo entusiasmo y su derrota sólo era cuestión de tiempo.

Había muchos que cambiaron de partido y muchos jugaron bien sus papeles pero la fatal estupidez de mi pobre vendedor de dulces daba pena, aunque era algo ridículo. Él había llegado de la Ciudad de México, y cada mañana con su charola de dulces alegremente decorada con banderas imperiales, cantaba con su clara, fuerte y melodiosa voz a lo que venía -te invitaba a comprar- para las damas tenía <I> besos</i>, que venían desde México, dulces  para los caballeros y para todos agua de limón y Leche Imperiale. Esta última era ofrecida con gran alarde que nunca dejaba de vender sus dulces y banderitas. Cuando, por tanto, pasaron varias mañanas y extrañé su voz, investigué y encontré que el pobre sin saber del rápido y gran cambio que se había efectuado en el gobierno  -incluso cuando el amanecer llegaba a la ciudad con las armas de los republicanos- había comenzado su día reluciente y temprano cantando su agua de limón y  Leche Imperiale. Encontró poca demanda de su leche imperial y terminó en prisión.

Pronto la ciudad volvió a su quietud habitual. Fue nombrado un nuevo gobernador, nuevos oficiales para cada cosa, incluso para la Aduana que tenía una especie de regeneración espasmódica.

Con paz, y soldados por doquier, qué evitaría mi partida a Presidio donde estaba el patrón y también esos vastos algodonales que harían el futuro de Sinaloa.   Oponerse era inútil, y una clara mañana con excitación local por la partida de una americana con tres niños tomé asientos en una diligencia hacia Presidio de Villa de la Unión. Un caliente y polvoroso camino de cuarenta y ocho kilómetros nos llevó casi de noche a nuestro destino.

Encontramos la usual villa mexicana. Unas cuantas casas blancas de adobe, un mercadito, montones de casas con techo de paja, casas en ruinas con evidencias de batallas recientes, y un fastidioso y desolado silencio por doquier. La temporada de algodón había sido un fracaso; algo se había comido la mayoría de los botones, y para entonces los pocos que quedaban estaban maduros. Los colectores habían sido asegurados -al menos tantos como podían caber maniatados ya que los mexicanos no aprobaban otros métodos de selección.  Había algo de antiguo en la casa en ruinas que llamamos nuestro hogar, y una máquina de coser, un librero, unos retratos (ninguno de María Santísima) una alfombra y otros accesorios americanos contrastaban con las pesadas vigas de arriba, las blancas paredes de adobe, las ventanas con marco enrejado y las macizas puertas de nuestra casa. Estando en la plaza teníamos vista libre de todo alrededor nuestro; pero cada que miraba hacia el oeste, invariablemente mi ojo se posaba en el camposanto con su muestra de huesos blanqueándose en el sol. Y cuando, para mi alivio, volteaba hacia el este aparecían las paredes del establo de los carniceros festoneaban con tiras de cecina, y rodeados de montones de perros flacos y hambrientos. Pronto dejé de estudiar estos prospectos y aprendí la gran ventaja de mirar sólo mi casa.

Se hacían los preparativos para el desmote, y el martilleo y limpieza de la maquinaria más la  ocasional corneta de la guardia era lo único que nos salvaba de esa fastidiosa quietud. De vez en cuando una corrida de toros, con débiles y aminorados animales que eran llevados como corderos al matadero, y cuya única resistencia era tratar de huir, traería un gentío indiferente. Pero cuando la fiesta de un santo favorito llegaba la plaza era escena de gran excitación. Puestos de juego por doquier, juego de toda las formas, juego siempre. Ruido, música, baile, manteca y tortillas  calientes, y mezcal al gusto, serían las principales características del evento.

Aún así estas festividades eran a largos intervalos y de poca duración, y entre ellas los días pasaban fastidiosamente. Hice un esfuerzo y fingí ser despreocupada y para pasar el tiempo dediqué las horas más frescas del día a enseñar a las pequeñas. Enseñaba gramática y geografía en un dialecto -combinación de inglés y español- que era aturdidor y nuevo, y que terminaba en un completo cansancio mental. Aquí también conocimos los escorpiones o, como les llaman los nativos, los alacranes. Había muchos, y pronto aprendimos a distinguirlos y nunca olvidamos al tomar algo examinarlo cuidadosamente y no era raro encontrar un saludable y buen alacrán huir.

Nuestro perro, Moppet, fue víctima de la confianza una tarde mientras nos sentábamos en la banqueta, como es costumbre en el fresco y delicioso crepúsculo. Veíamos las bellas nubes de colores flotando en el cielo -claro y brillante como de mediodía- cuando de repente mi niña lanzó un grito de miedo haciendo saltar de su vestido un enorme escorpión que había caído del techo. La niña estaba a salvo, pero Moppet, al ser un perro y nunca recargado de sentido, lo quiso atrapar para traérnoslo, pero en un momento estaba girando y girando aullando lastimosamente. Estornudaba, aullaba, bostezaba y bostezaba como nerviosamente exhausto.  Le dimos mezcal -el remedio usual- y pronto se recuperó aunque por muchos días su labio inferior inflamado y su nariz levantada de tal manera que apenas podía yo soportarlo.

Mi temor por los alacranes de ninguna manera fue menor cuando me dijeron que en Guadalajara hay tantos que en determinadas estaciones del año contratan niños para extraerlos, por cientos, de puertas y ventanas donde se refugian en las hendeduras.

Al oír un día inusuales tambores y cornetas, y al notar que había algo de excitación, pregunté la causa. Me dijeron que dos desertores serían púbicamente azotados en la plaza. Quedé consternada de tal barbarismo, y decidí cerrar mis ojos, oídos y nervios a lo que siguiera. La banda tocaba alegre. No pude evitar escuchar y finalmente ver la muchedumbre alegre. Pensé que mi informante debía haberse equivocado. Vencí mis nervios y me convertí en  espectadora.

Los soldados estaban vestidos de gala, la banda tocaba constantemente -todo indicaba un evento placentero- y cuando los soldados marchando rápidamente formaron un cuadro y vi dos miserables hombres ser arrastrados hacia el centro, una horrorosa fascinación me hizo permanecer ahí. La banda todavía tocaba alegremente y después de un buen rato de tocar corneta se dio la orden por la que los dos hombres debían ser azotados. El sargento no fue rápido con su vara por lo que su comandante volteó hacia él y con lo plano de su espada le dio en plena cara. Entonces el sargento cumplió con su deber y yo, desfallecida,  me alejaba de los hombres postrados que recibían golpe tras golpe cuando un grito y carcajadas me despertó y, mirando hacia arriba aun con la distancia entre nosotros, pude ver el aire lleno de partículas de algodón. La auto conservación había sido la primer ley incluso con esos pobres hombres y al romperse sus ropas exteriores develó mucho algodón.

Después de un tiempo llegaron rumores de descontento entre las autoridades de Mazatlán. El gobernador había sido electo debidamente,  un pronunciamiento fue proclamado de inmediato por los amigos del candidato vencido, y se declaró la guerra. Pronto había dos ejércitos en el campo y los viejos días regresaban. Aún no estábamos alarmados ya que la base de operaciones no iba en nuestra dirección y nuestra principal preocupación estaba en alivio ya que el algodón que había llegado se encontraba bien almacenado. -como grandes bancos de nieve- por los grandes, musculosos y medio desnudos nativos, Importándome poco acerca de los gobernadores me senté a mirar a través del enrejado las casitas blancas del lado opuesto, deslumbrantes y horribles, ardiendo en los feroces rayos del sol -no había ni una sombra, nada que aliviara el blanco calor que la fastidiosa quietud parecía hacer más intenso.

De repente fui sorprendida por el sonido de trompetas y apenas tuve tiempo de cerrar las pesadas ventanas cuando un destacamento de caballería se abalanzó en la plaza, la rodeó y con otra temida nota cabalgó furiosamente hacia la fábrica. En un instante, donde antes yo sólo veía una mortal quietud, prevalecía una escena de la más salvaje excitación. Mujeres y niños corrían hacia mí en busca de protección, los hombres se escondían en el algodón. Bien comprendían  todos la redada: significaba soldados. Pronto sonó el silbato de la fábrica avisando que el trabajo había terminado y  estaba resguardada en ambos lados por soldados montados; un triste, desamparado y miserable escuadrón apareció. Fueron alineados enfrente de nuestra casa y de todos lados llegaron reclutas seguramente resguardados. Qué miserables se veían.

CONTINUARÁ




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