miércoles, 8 de junio de 2016

Tres Semanas en Mazatlán. Henry Edwards

Julia Pastrana es exhibida en San Francisco


En enero de 1873 Henry Edwards y su esposa visitaron Mazatlán y pasaron aquí tres semanas. Él plasmó sus impresiones en el capítulo titulado Tres Semanas en Mazatlán, dentro del libro A Mingled Yarn.  Sus anotaciones sobre nuestra ciudad y puerto son de suma importancia para conocer cómo era aquel Mazatlán y aquellos mazatlecos. Algunos de los juicios que Edwards emite son duros, otros verdaderos halagos. No obstante, éstos y aquéllos, en conjunto, son como una ventana que nos permite asomarnos al pasado de nuestra ciudad y saber cómo eran aquellos mazatlecos decimonónicos.

Juzgue usted   

(Investigación, traducción e introducción de Antonio Lerma Garay)

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Deseo desarmar toda crítica hostil al contenido de este libro, estableciendo que es solamente en obediencia a los deseos de amigos, que estos simples bosquejos han sido coleccionados y colocados ante el ojo del público. Nadie conoce mejor que yo sus numerosas manchas, pero prefiero presentarlos tal como son que intentar una elaboración, consciente al menos del hecho de que su publicación, si hace un poco bien, puede por otra parte no producir daño alguno más que a su autor.
Henry Edwards.
Wallack’s Theatre.
Nueva York. Diciembre de 1882.




Tres Semanas en Mazatlán

El veintisiete de diciembre de mil ochocientos setenta y dos, acompañado de mi esposa, tomé pasaje en el vapor Montana rumbo a Panamá y después de un bullicioso período de cuatro días, tiempo durante el cual experimentamos la misma miseria que sufre la gente que viaja por mar en la costa californiana, llegamos al puerto de San Diego, el futuro rival de San Francisco, como su habitantes se complacen en llamarlo. Es un pueblo levantándose, no hay duda, pero destinado a permanecer por muchos años alzándose antes de que pueda en laguna forma competir con la señora del Golden Gate. Los sandieganos señalan con orgullo su puerto seguro y bonito, pero olvidan mencionar que su puerto es siempre carente de barcos. Un pequeño barco de carbón perteneciente a la P. S. N. Company  es el único que vimos en nuestra primera visita, y al regreso incluso éste se había ido;  y las estrellas y franjas que flotaban en el edificio de aduanas no obtuvieron respuesta de las aguas de la bahía. Las esperanzas de este lugar por ahora están completamente en el futuro, y parecen depender del Gran Tren del Sur que atraviese el continente, mismo del que será la última estación occidental, y  cuya finalización debe algún día hacer de San Diego un lugar de considerable importancia.

Al sur de la bahía, pasando el faro de Punta Loma, vimos por última vez los campos verdes y fértiles y por tres días navegamos por la costa tosca,  rocosa  y de playas prohibidas de la Península de California. Pasamos casi a la vista del  arrecife en el cual el aciago  Sacramento tuvo el desafortunado desastre hace poco;  y cruzando la entrada de Bahía Magdalena pasamos el sitio de la última aventura de colonización de Drake de Kay, cuyos asentamientos ahora han sido dados a unos ecuatorianos que trabajan en la obtención de ¿orchilla?. Pasamos las curiosamente perforadas rocas de Cabo San Lucas y anclamos ahí la octava mañana después de nuestra salida de San Francisco. Para todos los que han viajado a California por el istmo, este lugar les resulta familiar y no necesita comentarios, excepto la noticia de la reciente muerte del fundador de este asentamiento, el Capitán Richie (“el viejo Tom Richi”, como era familiarmente llamado) muerte que acaeció tres meses antes de nuestra llegada, y la cual a decir de los barcos  que acostumbran detenerse en  Cabo,  pudo ser considerada como una calamidad nacional. Ciertamente Richi era un hombre singular y fuera de lo común, con un espíritu aventurero que distinguía a los primeros pioneros de esta costa; propietario de un corazón generoso que siempre estaba listo para dar de su abundancia a aquellos que la necesitaban. Poseído de esa peculiar facultad que ve la justicia desde un punto de vista abstracto y que hace lo correcto desde  una conciencia de principio interno, más que de los dictados de las convencionalidades o la urgencia de las leyes de la sociedad. Cuando muchacho de sólo diecisiete años huyó de un ballenero inglés que tenía su fijó su base en Cabo San Lucas y vivió ahí por más de cincuenta años. Tuvo dos esposas mexicanas (algunos dicen que siete). Fundó una gran familia y, por los últimos años de su vida,  fue considerado como un Rey Absoluto en su distrito –su palabra en todos los asuntos en disputa era considerada Ley; los contrapartes en su Corte quedaban siempre satisfechas con su veredicto y nunca apelaban a alguien superior como es tan común en comunidades más avanzadas y pulidas. Raramente dejó su casa, excepto una que otra vez  viajes a La paz o  Loreto y en una ocasión a San Francisco, cuyo ruido y bullicio fue demasiado para el viejo recluso, y de nuevo fue feliz a buscar la seclusión de su pacífica casa. Cada marinero tiene una palabra amable para el Viejo Richi, y el tono de respetuoso pesar que acompaña el pronunciar su nombre es segura indicación  de que en el estéril punto de Cabo San Lucas un corazón gentil y un cerebro activo han encontrado su lugar de descanso, y sobre su tumba en el lugar que tanto amaba  brotarán muchos y gratos recuerdos del pasado de un viejo amigo que fue muy considerado pero que ya se ha ido.
Al dejar cabo San Lucas navegamos por el golfo hasta llegar a San José, un pequeño asentamiento en un valle rodeado de desolación. Oímos mucho de las perlerías de La Paz y de las naranjas de Loreto (las cuales son enviadas directo a través del golfo hasta Mazatlán), lugares  situados al norte de donde estamos, pero que ¡ay de mí! estaban destinadas a no ser vistas por nuestros ojos.
Las perlerías de La Paz son una fuente muy productiva de riqueza , me dijeron que tan sólo el año pasado produjeron hasta $ 130 000 en perlas, algunas de las cuales eeran de extrema belleza y forma singular. Dos meses antes de que llegaramos se obtuvo un raro especimen que  en Mazatlán  fue vendido en $ 5 000. El buceo es efectuado completamente por mexicanos, quienes son diestros pescadores y parecen gustar de esa vida algo peligrosa. Las aguas  donde obtienen las perlas tienen de cinco y medio a siete y medio metros de profundidad. Algo muy curioso es que en el lado este del golfo no se han encotrado otras ostras de perlas, por lo que su pesac está confinada en las aguas cercanas a La Paz. Se dice que la compañía tiene como única ganancia la que obtiene de las perlas, y las ostras mismas pagan los gastos de la mano de obra ya que que son exportadas a Europa donde son grandemente empleadas en el laqueado.  El pueblo de Loreto, al cual ya aludí, es altamente célebre por la calidad de sus naranjas, muchas de las cuales viajan a través del golfo a Guaymas y Mazatlán, donde tienen mejor precio que las producidas en esos lugares.
Gradualmente perdiendo de vista la costa, el buen barco Montana avanzaba temerosamente bajo la influencia de un fuerte viento del noroeste, lo que lo hizo atravesar el Golfo de California, y veintidós horas despues de zarpar de Cabo San Lucas el trueno de nuestro cañón[1] despertó ecos entre los cerros y valles que rodean el más importante puerto del Pacífico  de la República Mexicana[2]. Y al anclar entre las rocosas islas de Gervo y el Cristón Grande[3] llegamos al fin de nuestra jornada al descansar seguros en el mar brilloso azul que baña los muros de la extraña ciudad de Mazatlán.
Era un cuadro lleno de extraña y ensoñada belleza que se encuentra sólo en los climas tropicales, y que da al espíritu un sentido de tristeza casi opresiva; que llena el corazón con ahogados anhelos de una mejor comprensión de su amor secreto; y sugiere al alma una visión de esa tierra mejor y más brillante “más allá de los cielos” la cual es sostén de nuestro peregrinaje terrestre. El primer plano del cuadro lo forman grupos de casas bajas con techos planos curiosamente pintadas de blanco, azul, rosa y amarillo coronadas por gigantes tallos de palmera moviendo sus brazos en la suave brisa,  con una fachada  iluminada por la transparencia del mar tropical; mientras que más allá se extiende una serie de cerros quebrados coronados de una vegetación densa y curiosa –una neblina púrpura corona sus cimas y a la  distancia se mezcla con la oscuridad.
A través de los acantilados  en la neblina que como un velo  sobresale del paisaje se puede ver los bosques de piedra coronando lo largo de la gran cadena de montañas que forma el espinazo de América, la cual alcanza mayor grandeza en las Montañas Rocallosas en el norte y los Andes en el sur del continente. Raros cactus gigantes cubren los escarpados  lados de la isla y puntos rocosos nos rodean muy cerca. Tambien el vuelo de zopilotes  se cierne sobre nosotros  como fantasmas incansables de quienes ya han partido y grupos de grises pelícanos  y graciosas grullas blancas en el agua prestan un vivido interés al escenario. Alrededor y arriba se esparce el dorado glorioso  del amanecer tropical, los más delicados tintes púrpuras sombrean el más rico carmesí; y, rodeado de un tamiz verdoso de una brillantez casi etérea,  los inclinados rayos de la lumbrera que se acerca sobre el apagado follaje verde,   lo iluminan con esplendor trascendental.
La ciudad está construida sobre un istmo que en su punto más angosto no tiene más de ciento ochenta metros de largo. La sección vieja es la del norte y la sección nueva, principalmente habitada por la clase alta,  es la parte del sur. Hacia el sur de la península se levanta un cerro alto y rocoso[4] sobre el que están los restos de lo que fue una poderosa fortaleza[5] la cual por su posición ofrece un importante punto de defensa pero que, con ese descuido peculiar de la raza mexicana,  ha ido derrumbándose hasta decaer. En la cima de esta eminencia se encuentra el asta bandera, y más al sur se levanta la montañosa isla llamada El Cristón Grande, el pico más alto y al que tuve el placer de ascender y desde donde se dominan los alrededores. En el extremo suroeste de El Cristón hay una cueva singular cuyas paredes están fuertemente impregnadas de sulfuro y llevan a desconocidos e inexplorados pasajes hasta el corazón de la montaña. El pico de esta interesante isla parece estar formado por la naturaleza para un faro, y en las manos de otra gente seguro ya le habrían dado ese uso. Pero debe anotarse aquí un  hecho único, de gran significado,  extraordinariamente ilustrativo de la nación mexicana, mientras que durante los pasados diez años se han colectado más de dos millones de dólares de varias nacionalidades por derechos de faro[6] y casi la misma cantidad por concepto de pilotaje, no hay un solo faro en toda la costa mexicana[7], y las tareas del piloto consisten en ir en su bote a trescientas o cuatrocientas yardas del barco que requiere su asistencia, simplemente ondeando una bandera blanca para regresar pronto a su orilla.
Luego de regatear con unos lancheros para que nos llevaran del barco a la orilla por dos dólares, una distancia como de dos millas, llegamos a un muelle dilapidado y procedimos a ir a la Aduana con el propósito de que inspeccionaran nuestro equipaje, pero al no tener la apariencia de gente peligrosa o sospechosa nos permitieron pasar sin contratiempo. Buscamos una diligencia o carreta que llevara nuestras cajas al hotel en el que estableceríamos nuestra residencia, pero no había vehículos de ningún tipo; en cambio  con interés, y algo preocupado,  vi que varios de nuestros paquetes eran echados a los hombros de todo un ejército de cargadores[8], uno de los cuales levantó un pesado baúl de piel, que no pesa menos de sesenta y ocho kilogramos, tan fácilmente como si levantara una caja de té y marchó a la cabeza como si no cargara nada.
Estos cargadores se cuentan entre las instituciones de este lugar y las cargas que acarrean parecen más allá de lo posible. Tiempo después vi un hombre cargando siete cajas de clarete desde un lanchón hasta la Aduana, una distancia de más de ciento cincuenta metros,  y en otra ocasión encontré uno de ellos con un piano en sus hombros; pero ya me estaba tan acostumbrado a ellos que no me sorprendió su  proeza. Estas maravillosas cargas  son soportadas sobre un paño que descansa en los hombros[9], y cuya  correa rodea la frente  y está hecha para soportar parte de la carga.
Hace poco tiempo un empresario americano hizo el intento de  introducir vagones y carretas a Mazatlán,  pero el gobierno local prohibió su uso bajo el argumento de que arruinaría el negocio de los cargadores; así que nuestro especulador amigo tuvo que reembarcar sus vehículos a Nueva York lamentando la falta de espíritu de progreso, tan eminentemente característico de la gente mexicana. Las únicas carretas que se emplean ahora son rudos y pesados aparatos de madera jalados por una mula o burro; pobres criaturas, aguantadoras y pacientes, sin las cuales el mexicano no podría existir,  y que ciertamente han resuelto el problema de cómo hacer la mayor tarea por una pequeña cantidad de alimento. Sobre caminos toscos, casi insostenible para el pie humano, estas poderosas e inteligentes criaturas llevan sus pesadas cargas recorriendo con cuidado y siempre con seguridad a los más peligrosos lugares, recompensados tan solo por lo que cosechan en el camino u ocasionalmente por un puñado de mazorcas al final de la jornada. Aún así  no supe que el mexicano fuera cruel con su bestia; al contrario. Lo maneja con palabras y no con el látigo, y siempre parece existir una buena comprensión entre el animal y su amo. Un día presencié un incidente muy ilustrativo de este hecho. Una mula pequeña llevaba una carreta cargada de cajas de vino y al dar vuelta en una esquina se acercó demasiado a un poste colocado para proteger la banqueta, lo que hizo que el vehículo parara de golpe. El conductor en vez de azotar al animal y maldecirlo, como es común entre otras gentes,  de la manera más despreocupada sacó un cigarro, lo encendió, se recargó contra el portal más cercano  y comenzó a fumar. Entre bocanadas, frotando  al animal, se reía con buen humor de los intentos que hacía la bestia para liberarse del poste. Yo traduciría lo que decía algo así como:
- Anda bonito ¡en que lío te has metido! Pero no me pidas que te ayude. Sal como puedas, yo no tengo prisa. Etc. Etc.
Reía él todo el tiempo mientras que el animal jalaba y jalaba con tanta fuerza como para derrivar el poste.  El pobre animal parecía entender todo lo que él le decía, expresivamente levantaba las orejas y al momento las bajaba; parecía comprender la dificultad en que se encontraba, y empujando la carreta hacia atrás dio una vuelta de repente y sintiéndose libre del poste marchó triunfante con su carga. Su amo la siguió lentamente mientras encendía otro cigarro y aplaudiendo la ejecución. Yo aplaudía también y, caminando hacia él, le extendí mi mano diciendo:
- ¡Bravo, amigo! Eso es mejor que azotarlo.
Sin embargo, olvidé que él no hablaba inglés. Así que probé hablar en español. No obstante él me entendió aún menos. Con ello concluí ya no intentar más. Él me ofreció un cigarro, me dio el usual saludo de Adios señor[10] y se fue perezosa y felizmente por la calle detrás de su mula.
Las carretas de las que ya he hablado tienen llantas muy altas y vara muy baja. Los animales que las jalan portan una silla atada a la vara de la manera más ruda por una cuerda, mientras que la cabeza del animal está libre de toda atadura; no usan  brida ni berbiquí. El conductor camina al lado de su mula y la dirige con palabras. Raramente usa el látigo, y si lo usa se limita a mostrarse temperamental al chasquearlo a medio metro del oído del animal. No es raro encontrar un número de estos animales venir a la ciudad cargados con una pila de maíz a cada lado de la albarda, todo cortado casi a ras del suelo, que se unen al alcanzar hasta los cinco metros de altura. La carga envuelve perfectamente a los animalitos y sólo permite que se vean sus cabezas y orejas.
Mulas y burros también efectúan el traslado del agua para la ciudad. Este invaluable elemento es casi invariablemente obtenido de numerosas lagunas  de agua fresca en las afueras de la ciudad y consecuentemente no es de excelente calidad. Durante la temporada de lluvias grandes cantidades de agua se almacenan en aljibes en algunas de las casas, pero el grueso de la población depende de estos aguadores y sus mulas que desfilan por las calles todo el día. Cada mula carga cuatro cántaros, como de tres galones cada uno,  con un costo de quince centavos. Mucha de esta agua está fuertemente impregnada de materia vegetal  y ciertamente no se puede usar sin antes filtrarla.
El hotel en el que nos hospedamos es el Hotel Nacional y era, por fortuna para nosotros, manejado por una persona que hablaba inglés y que había pasado algún tiempo en San Francisco. El hotel era un edificio grande de adobes, con cerca de veinte cuartos, construido en forma de un cuadrado al centro del cual estaba enteramente abierto, con curiosos árboles y arbustos. En este cuadrado a veces llegaban manadas de mulas a alimentarse mientras sus dueños hacían lo propio en la plaza abierta, roeada de enrejado, que formaba nuestro comedor. Los dormitorios de este establecimiento eran de unos dieciséis a dieciocho pies cuadrados y  casi de esta misma altura; con pisos de ladrillo y paredes lechadas, en cuyas esquinas grandes arañas y cucarachas hacen su hogar durante el día, paras salir de noche para cazar lo que encuentran. Las arañas, a pesar de ser tan formidables, son inofensivas; y las cucarachas, aunque vuelan en enjambres, les resultan terribles sólo a personas que poseen nervios más débiles que los nuestros. De hecho, debo decir que me gustaron  ya que pude seguir mi estudio de entomología sin las usuales caminatas, y estoy feliz de anunciar que he descubierto al menos una nueva especie de cucaracha  en nuestra recámara. Fue a este cuarto a donde nos retiramos a descansar después de nuestra primera y larga caminata por la ciudad (¿dije descansar?) ¡Oh, qué poco  aplica  esa palabra. Al amante de una cama confortable en la cual la suavidad le rodea, que le adormece hasta el reposo y que a la mañana siguiente le compele  a dormitar un poco más, enfáticamente yo le diría “No vayas a Mazatlán”. Ahí no hay camas, los lugares que lo engañan a uno son simples catres de hierro sobre los cuales se extiende un pedazo de lona cubierta por una simple sábana; en eso uno se acuesta.  Entonces viene otra sábana, una especie de tapa que más parece una cortina que otra cosa; eso se posa sobre uno. Y eso es todo: no hay colchón, no hay plumas ni cobertores. Las almohadas son redondas y duras como si hubieran sido fabricadas a base de madera, y aun para las más duras y pasadas cabezas resulta imposible hacer una impresión. Luego, en adición  a esta solemne mofa de cama –puerto de descanso por la que cada mortal cansado clama y disfruta anto– miles de pulgas hacen su residencia  en cada catre y  pican y muerden con furia toda la noche totalmente evadiendo la vigilancia y riéndose de tus intentos de atraparlas. Éstas no son como las de los países civilizados, gordas, buenas y de apariencia saludable, que te agarran honestamente y te dan oportunidad de atraparlas; éstas son pequeñas, viciosas y activas que te dan una ostentosa mordida y entonces brincan para morderte otra parte del cuerpo. Se dice que una pulga ordinaria es capaz de brincar doscientas veces su propia estatura, pero estoy seguro que estas proporciones han de ser mucho mayores en el caso de las pulgas de Mazatlán, ya que son más pequeñas y brincan mucho más lejos que cualquier pulga que yo haya visto.
Durante los intervalos en los que estos atormentadores descansaban, enjambres de  mosquitos daban variedad al entretenimiento y desviaban nuestra atención. Estos mosquitos atacan sin el menor ruido, se posan en la cara tan ligeramente como un copo de nieve y de golpe viene su pico a tu carne, entonces viene tu mano con un terrible golpe, sólo para fallar y hacerte pensar que en lo futuro preferirías la picadura del mosquito. A  pesar de pulgas y mosquitos la fatiga por fin te vence. Sólo para despertar en la mañana con dolor de extremidades. 
La primera noche en Mazatlán fue sin lugar a dudas excepcional. Fuimos condenados a experimentar tantas cosas, tales como el cantar de gallos, que comenzó desde el ocaso y continuó hasta mucho después del alba. A veces los perros empezaban a ladrar en coro y lo hacían por intervalos toda la noche; peor aún, ocasionalmente un hombre con organillo era contratado por alguno de los cargadores y otros de los vecinos de los muelles para remoler sus miserables notas toda la noche para su especial gratificación. A veces toda una banda vendría a dar serenata a alguna señorita[11] en su día de fiesta y traquetearía hasta el amanecer.
En esas ocasiones es normal invitar a los músicos a la casa y tenerlos alegrando dentro, pero si la celebración ha comenzado en la calle, esa costumbre es dispensada y proceden a mayores libaciones con trompetas y tamborazos hasta que el resplandor del nuevo día los manda a casa.  Estas constantes interrupciones sumadas a camas duras y miserables hacen de Mazatlán un lugar nada confortable para dormir y justifican la advertencia, que ya he dado a todo aquel que ama su cama, de alejarse de esta ciudad. Aún más, cuando refunfuñamos  acerca de nuestro descanso interrumpido, siempre nos decían:
- “¡Oh! Ya se acostumbrarán. Todos dormimos así en Mazatlán; es demasiado caliente para dormir en camas o colchones y, en cuanto a las pulgas, no son peores que las de otros países cálidos; siempre dan problemas a los recién llegados.”
Y nos daban otros consuelos por el estilo. Ahora que, calor, nunca lo sentimos excesivo incluso durante los días más cálidos y durante las noches nos caían bien un par de cobertores. Durante el invierno el termómetro marca, con poca variación, alrededor de los veinticuatro grados, pero en la temporada de lluvia, que empieza por abril y continúa hasta octubre, va de los cuarenta y tres a los cincuenta y dos grados a la sombra.
No puedo imaginar un clima más bonito y saludable que el de Mazatlán durante el invierno. Siempre es suave, claro y fresco como el aire. A veces es suministrado, más agradablemente, con una suave brisa marina y, como la ciudad está rodeada a los tres lados por el océano,  no importa de donde provenga,  el viento  llega a todos las secciones. No hay vientos violentos, neblinas o polvaredas, y seguro no es una utopía pensar que  un día no muy lejano este lugar se ha de convertir en sanatorio para los de constitución débil y agotada de nuestro clima más al norte, un lugar donde aquellos abatidos por el exceso de trabajo puedan retirarse a descansar y cambiar, y por un tiempo imitar a los moradores de ese genial clima para gozo de su dolce far niente.
Las calles de Mazatlán son torcidas, estrechas y mal pavimentadas, pero son, al igual que las casas, mantenidas escrupulosamente limpias. Una ordenanza de la ciudad obliga a cada propietario a pintar la casa una vez por año o la menos a limpiarla y adornar el exterior,  lo cual es hecho generalmente al concluir la temporada de lluvias. Tuvimos la ventaja de ver la ciudad con su nuevo vestido, cuyo proceso de decoración acababa de concluir. También es obligatorio que cada propietario barra su banqueta y mitad de la calle cada mañana; todos los días carretas se llevan polvo y basura. Está prohibido arrojar agua sucia a las calles, bajo multa de cinco dólares.  Estas reglas son estrictamente cumplidas en las calles principales, no así en los suburbios donde estas regulaciones sanitarias no surten efecto y la suciedad se acumula en grandes cantidades.
Los zopilotes, apreciados como animales de carroña en todos los países tropicales, aquí también efectúan sus valuables oficios y, al ser protegidos por el gobierno  (matarlos está penado con una multa muy alta) existen en grandes números.  Sus formas tétricas y abatidas, tristes y melancólicas como el cuervo de Poe[12], se ven en todos lados de la ciudad y sus alrededores.
Las casas  están construidas casi todas en el mismo modelo. Muy pocas tienen más de un piso, excepto en dos de las calles principales y la plaza donde en algunos casos se ha adicionado el segundo piso. Las ventanas son por lo general sin vidrio, e invariablemente con rejas de hierro, lo que les da un aspecto de prisión. Las casas son siempre construidas para formar dos o más lados de un cuadrado, en cuyo patio interior se siembra un jardín; los mexicanos son extremadamente amantes de las flores. Incluso si no hay espacio, o si  el dueño no tenga para un jardín, unas cuantas flores en macetas (rosas, claveles y bálsamos son sus favoritas)  son añadidura de una casa mexicana. No es raro encontrar incluso en el corazón de la ciudad jardines bien cultivados en donde papas, lechuga, repollo, rábanos y otras verduras de climas más fríos crecen al lado de chiles, plátanos, naranjas, papayas y otras nativas de  regiones más tropicales. Las gloriosas palmeras  mueven sus graciosas ramas por encima de todo, como espíriuús guardianes del mundo vegetal.
Las viviendas de las clases pobres están construidas de adobes con techos de tejas, como las que aún quedan en muchos de los asentamientos más viejos de California –de los que algunos especímenes pintorescos aún existen en Santa Clara y San José–  mientras que otras están formadas de ramas pegadas con lodo; o de  palmera cuyas ramas se entrelazan para formar el techo a través del cual, en la temporada de lluvia, el agua cae sin obstáculo.
La comida se cocina siempre en braceros o pequeños hornos alimentados con carbón de tal forma que no hay chimeneas ni humo. Chimeneas para calentar las viviendas son innecesarias aun en la temporada más fría,   así que uno de los terrores de nuestra jactanciosa civilización, la cual en los últimos años ha causado devastación,  una conflagración es cosa desconocida. Además, muchas de las casas no alimentarían el fuego; sólo los travesaños  que sostienen el techo, las puertas y ventanas se hacen de material que ardería.
La calle más larga de la ciudad es la Calle del Recreo, que se extiende cerca de una milla y pasa a un lado de la plaza principal. En el extremo  poniente llega a una gran explanada frente al océano, llamada Los Altos, que es el paseo favorito de la belleza y moda de Mazatlán. Aquí están construidas algunas de las mejores casas de la ciudad, las viviendas de los ricos comerciantes y otros de clase acomodada, amuebladas con gusto exquisito en las cuales una hospitalidad generosa y profusa  se extiende  de la manera más cortés y refinada. La ciudad tiene tres plazas, la principal es de forma oblonga, como de noventa metros de largo por cuarenta y cinco de ancho. El lado norte está dedicado a un hotel y los salones del Club Mazatlán, una institución grandemente apoyada  por residentes extranjeros y que, de no ser por el juego del monté que es tan favorecido, brindara muchas horas de placer al visitante que tenga la fortuna de ganar acceso a sus exclusivos recreos. Una esquina de la plaza está ocupada por las oficinas de la compañía de telégrafos. Una línea que recientemente ha sido llevada a través del continente, conectando la ciudad de México con el mar Pacífico. Sin embargo, debido a las frecuentes revoluciones a veces es imposible mandar un mensaje ya que cada grupo, al llegar al poder, piensa que es su deber destruir postes y cables. He aquí un ejemplo: en los tiempos de paz un mensaje ocupa seis semanas en llegar a Durango, una ciudad a  ciento treinta leguas de Mazatlán, así que con tal manejo el servicio de telégrafo de México parece de poco beneficio público.
La plaza está, mejor dicho, estaba rodeada de naranjos. Pero muchos de ellos los han dejado secar y no parece existir intención de replantarlos. Los que aún permanecen son árboles vigorosos. Durante nuestra visita dos o tres tenían frutas, algunas bien maduras y otras meras flores reventando. Alrededor de la plaza existen algunas bancas de piedra, curiosamente esculpidas como los aztecas; pero los asientos de muchas de ellas se han roto y sólo quedan los respaldos. Y con el espíritu mexicano  de descuido ya sufrirán gradualmente hasta desmoronarse, cuando con un poco de cemento y unas horas de trabajo las restaurarían hasta dejarlas en su condición original. Cerca de la plaza está un edificio imponente, el que más llama la atención del visitante cuando se acerca a la ciudad desde la bahía,  el cual estaba destinado para ser casa de ópera, pero  jamás fue completado debido a la muerte de su propietario  en su viaje a San Francisco, y ahora está completamente dado a los pichones y zopilotes que han hecho de él su morada. Los arreglos interiores están hechos con gusto considerable. El auditorio, consistente de un gran entarimado es capaz de sentar a cerca de cuatrocientas personas. La parte superior de la casa está dividida en cuatro filas de palcos, cada uno cercado con elegantes diseños de herrería, los cuales ahora han caído hasta el suelo para enmohecer y podrirse. El techo ha sido perforado para colocarle un gran candelabro, y por todos lados hay evidencias de las mejores intenciones de adornar el edificio. Los trabajadores habían avanzado tanto en la obra (cuando la muerte repentina del propietario detuvo la construcción)  que unos cuantos cientos de dólares serían suficientes para terminarlo. Aún así no se ha encontrado nadie con suficiente espíritu para llevar manos a la obra. Y así, por tanto, una de las más imponentes estructuras de la ciudad, ha sido sentenciada a decaer.
Sin embargo, la gente de Mazatlán no está enteramente carente de entretenimientos. Hay un teatro pequeño, o mejor dicho un salón con un escenario donde ocasionalmente se presentan dramas y otras obras, mismas que las audiencias disfrutan grandemente. El teatro de Mazatlán se jacta de tener excelentes artistas locales; el estilo de actuación en voga es la escuela moderna conversacional. El teatro está decorado con excelentes retratos de a algunos de los más eminentes dramaturgos de Europa, entre los cuales noté a Shakespeare, Moliere, Lope de Vega[13], Cervantes y Byron. Hay muchas costumbres conectadas con el drama en Mazatlán los cuales son desagradables para el extranjero. En primer lugar, todos los hombres fuman durante toda la función, envolviendo el local en una nube de ese vaho que era tan ofensivo a la nariz de su majestad Jaime I, Dios lo conserve. Ahora, la función, que se anuncia que va a comenzar a las ocho en punto, raramente comienza antes de las nueve,  mientras que las esperas entre los actos son simplemente intolerables. Una obra de tres actos, que fácilmente podría terminar a las diez en punto, en todos los casos dura hasta las once y media, y a veces mucho más tarde. Pero los mexicanos nunca tienes prisa, y poco tiempo y mañana son las palabras de uso más frecuente en su vocabulario. También debo mencionar que, excepto en particulares ocasiones, no se imprimen programas de la función. La publicidad la hace una banda que desfila por las calles durante el día.
Las damas acuden al teatro en modernos trajes americanos, desechando sus propias gracias, y convirtiendo el rebosa en una vil imitación de la peor moda de sus vecinos, estropeando la apariencia de su pelo, largo y ondulante, por esas horribles excrecencias llamadas chiñones; más aún, destruyen su característica complexión olivo claro con emplastes de pintura y polvos de perla. Las clases más pobres son grandes amantes del teatro y vivirán de la nada, andarán descalzos por semanas, con tal de ahorra sus atesorados dos reales que les darán la entrada a su diversión favorita. Ellos parecen darse gusto con cada broma de los actores, y aplauden cada punto con un entusiasmo infinito y buen humor.
Encontramos las noches en Mazatlán un poco solitarias, y una ocasión en que el teatro estaba cerrado, visitamos un Gran Panorama que profesaba darnos correctas representaciones de las principales ciudades de Europa y Estados Unidos. Debido a las trompetas que acompañaba los anuncios, esperábamos algo al menos tolerablemente bueno, pero lo que vimos fue un miserable mundonuevo, iluminado por dos chisporroteantes lámparas de petróleo, y consistente de una serie hoyos con lentes de aumento, a través de los cuales veíamos los maravillosos retratos coleccionados a gran costo por su propietario. El único acompañamiento de esta miserable estafa era un pésimo organillo de mano que, tras escenas, de ves en cuando se detenía a pesar de la vigorosa manipulación de su dueño. Y de repente, tal como se había detenido, comenzaba de nuevo, pero seis compases delante de donde había parado. Pero lo peor de todo fue la vista de San Francisco. Bueno, yo nunca he estado en Lisboa o Palermo, y por tanto pudiera ser engañado por la apariencia de estas ciudades, pero sí conozco algo de San Francisco y cuando vi una ciudad imposible  en la cual un gran elefante desfila en los suburbios mientras que a su lado un avestruz gigante le acecha, comencé a pensar que las vistas de historia natural del propietario del Gran Panorama de alguna forma se habían mezclado, y comencé a preguntarme qué ideas se formaría las nuevas generaciones de México sobre las condiciones naturales del estado dorado[14].  Con disguto salimos del Gran Panorama y no lo visitamos de nuevo durante su estancia en la ciudad.
Las instalaciones de las tiendas principales son elegantes y tienen un surtido excelente de productos de todas las clases. Los precios, por lo que pudimos juzgar, son los mismos que los de San Francisco, excepto linos y sedas que son mucho más bajos. No hay escaparates para exhibir los productos, ni anuncios en las paredes que insinúen donde se puede comprar ciertos productos, así que el posible cliente tiene que buscar industriosamente lo que necesite.  No hay periódicos para anunciarse, los que se publican son simples hojas grandes con las noticias del día, que generalmente en parte, si no es que totalmente, es controlado por el gobierno. Y, por tanto, para la venta de sus efectos  el tendero tiene que depender de su reputación y los deseos absolutos de la comunidad. Hay pocas manufacturas en la costa del Pacífico de México; la principal producción es de sombreros, zarapes, alfarería y arreos. Vimos varias sillas de caballo y bridas muy elegantes, algunos profusamente adornados con plata; el mexicano se enorgullece mucho de los adornos de su animal. En los años pasados un caballero americano, de nombre Howell, ha establecido una fábrica de algodón en Mazatlán, la cual parece ser buen negocio. El algodón  se cosecha en el interior y es traído en bruto a Mazatlán donde se somete al proceso de limpieza, desmote, hilado y formación de la manta; un calicó sin blanqueado con el cual trusas y camisas de los mexicanos invariablemente son fabricados. La mano de obra es mexicana, que a tiempo hacen las operaciones en forma excelente; niños de los once a los quince años aparecen entre los más brillantes. Los sueldos son miserablemente bajos, el promedio es de treinta y siete y medio centavos el día, con el que la pobre gente tiene que conformarse.  Un dólar al día es el sueldo del capataz quien durante nuestra visita, era un americano muy ansioso de regresar a su país. Grandes cantidades de calicó son mandadas a Durango y Chihuahua, donde son vendidas a ocho dólares un lío de cuarenta yardas. Cerca de este establecimiento está una fábrica de cerillos, propiedad también de un americano, donde se hace cerillos de excelente calidad y encuentras su venta muy rápido. Recientemente el señor Howell y su hermano han obtenido la concesión para dotar a Mazatlán de iluminación a base de gas, una mejora por la cual los habitantes de Mazatlán deben estar eternamente agradecidos, pero lamentablemente se dice que la operación no ha sido remunerativa y los señores Howell cada año tienen grandes pérdidas por esta operación. Antes de la introducción de gas las calles de la ciudad eran continuamente escenarios de robos y ultrajes, a veces acompañadas de violencia brutal; ahora esos casos son, por así decirlo, raros, y prevalece todo buen orden y decencia. Un policía con mosquete cargado y una linterna encendida se encuentra en la esquina de cada calle, y después de las nueve de la noche silva fuertemente cada media hora con el doble propósito de advertir su presencia e insinuar la hora. Jamás se le permite abandonar su puesto de tal manera que en Mazatlán, al menos se puede encontrar un policía cuando se necesita. Además de esto, la policía montada, bien armada, recorre las calles durante el día y la noche, con su presencia infundiendo temor a los criminales y haciendo cumplir el orden en toda la ciudad.
He hablado de la   existencia de otras dos plazas, una de las cuales se sitúa en el pueblo viejo, y ahora cae rápidamente en la ruina.  El hospital que es el más melancólico lugar, es una sugerencia de todo  horror que pueda afligir a ser humano, ocupa un extremo de aquélla, y muy bien puede ser tomada por prisión ya que sus oscuros y lóbregos portales no admiten un rayo de sol mientras que a través de las barras de hierro de la lúgubre morada, los pobres internos, en todas las etapas de enfermedad, miran anhelantes hacia la calle y suplican a quienes por ahí pasan. Esto fue lo más triste que vi en Mazatlán y su recuerdo ha de permanecer fijado en nuestras mentes. La otra plaza se llama Plaza de Toros y, como su nombre lo implica, ocasionalmente ha sido dedicada a la corrida de toros; un deporte del cual la raza española, donde sea que la encuentre uno, gusta. Aunque ahora se encuentra en un estado de suciedad y descuido. Un poco más allá de esta plaza se encuentra la catedral de Mazatlán, que no es un edificio como los que a menudo se encuentran en la América hispana, en los cuales la grandeza arquitectónica se realza con la decoración más costosa y pródiga, sino que es un lugar miserable con lechada, todo destartalado, que contiene unas pocas figuras vestidas; un mantel desgastado  decorado con conchas y lentejuelas sirve de cubierta al altar. El piso es de ladrillo, con hoyos debido a los pies de los muchos devotos y las piezas de carpintería están todos perforados por los insectos y rápido se hacen trizas. A la hora de nuestra visita el único ocupante del lugar era un asistente vestido con camisa blanca, que más parecía empleado de hotel, y  nos rogaba que entráramos. Supimos, gracias a nuestras preguntas que la gente es poco adepta a la religión, el menos en gran parte de la población de Mazatlán. Los domingos por la mañana, las mujeres siempre usan su mejor y más vistoso vestido y van regularmente por la mañana, pero además de esto en la comunidad parece haber poca atención hacia los deberes religiosos. Hace pocos años la hostia era cargada públicamente por las calles, el cura le seguía engalanado con su vestido más alegre, mientras los días de fiesta de todos los santos eran estrictamente observados. Sin embargo, la llegad de Juárez al poder destruyó la influencia de los curas y los alejó de las ciudades para buscar “campos verdes y pasturas nuevas”. Ahora sólo dos solitarios permanecen en Mazatlán, caballeros nada entrometidos que aceptan las cosas tal como son y tranquilamente hacen lo mejor que pueden. A poca distancia de la iglesia se yergue lo que hay de una gran catedral, comenzada hace unos siete años, en la cual se han gastado unos $ 17 000, pero que permanece, y parece que así quedará, en un estado inacabado, dado, al igual que el teatro, a las ratas, murciélagos, zopilotes que por todos lados de la ciudad van como enjambres.
Es de notar que los dos más grandes e importantes edificios de la ciudad, la catedral y el teatro, permanecen inacabados y gradualmente se reducen a polvo, lo que parece ser su inevitable destino. Además de éstos hay pocos edificios públicos de importancia; el cuartel de los soldados, que no es nada más que una colección de grandes chozas de adobe de forma cuadrada, mientras que la prisión no es sino un miserable cuchitril abierto a la calle con internos asegurados por barras de hierro tras las cuales, a no ser que hayan sido encerrados por algo serio, ríen, bromean y beben con sus camaradas que disfrutan de la libertad. Durante nuestra visita los habitantes de la prisión eran principalmente soldados, encarcelados por borracheras u otras ofensas pequeñas, y que parecían soportar su encierro con toda la ligereza que podían. Estos soldados son el más repulsivo grupo de hombres, ociosos, borrachos y disolutos. Vagan por las calles en grupos grandes, a veces de treinta o cuarenta, vestidos de uniformes de lo que una vez fue calicó blanco, pero que ahora está enmugrado y generalmente tan raído que a su lado el regimiento de Falstaff[15] parecería un gentío bien vestido. Ellos son el terror de la gente tranquila y respetable de Mazatlán, y mientras pasan lo usual es poner distancia. Si les place entran a una tienda y piden mezcal, el cual se les da por la paz y tranquilidad del propietario

CONTINUARÁ





[1] Era costumbre que los barcos al llegar a puerto saludaran haciendo veintiún disparos de cañón.
[2] República Mexicana era el nombre oficial de México.
[3] Se refiere a la isla de Chivos y la del Crestón.
[4] Se refiere al Cerro del Vigía.
[5] A mediados del siglo XIX, aproximadamente en lo que hoy es el Colegio el Pacífico,  aquí se encontraba un cuartel militar y los cañones que apuntaban hacia  Olas Altas. En el libro Kaigai Ibun, Hatsutaro hace una breve descripción de ese fortín.
[6] En efecto, existía un Impuesto de Faro, cuyas recaudaciones servirían para la construcción de dicho señalamiento marítimo, evidentemente jamás cumplieron su misión.  A mediados de noviembre de 1871 durante un mitín del Partido del progreso a favor de su candidato a la presidencia de la República, Porfirio Díaz,  sacaron a los funcionarios federales del puerto y abolieron dicho impuesto.
[7] Desde 1796 existía ya un faro en Veracruz.
[8] Henry Edwards escribió la palabra Cargadores en español. En su edición del 11 de marzo de 1850, a  través de la carta del sr. Gilbert, el Alta California Daily,  existe otra referencia a estos cargadores.
[9] Henry Edwards describe un mecapal
[10] Expresión en español en el original de Henry Edwards.
[11] Idem.
[12] Henry Edwards alude al cuento El Cuervo, de Edgar Allan Poe.
[13] Henry Edwards se refiere a Lope de Vega.
[14] California.
[15] Relativo a Sir John Falstaff,  estrafalario personaje de tres obras de William Shakespeare.

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