jueves, 26 de mayo de 2016

Aquel Horrible Mazatlán


Paul Duplessis nació en Rennes, Francia, y murió en París en 1865. Algunos ubican su nacimiento en el año 1815, otros en 1820. Muy joven visitó México entre las décadas tercera y cuarta del  siglo XIX. Producto de sus aventuras escribió varias novelas en las que describe México así como la vida y forma de ser del mexicano, tales como Un Mundo Desconocido, Aventuras Mexicanas y otras. Pero lo más importante para nosotros, mazatlecos y demás sursinaloenses, son sus novelas tituladas El Monte y La Sonora.

En El Monte, narra las andanzas de Teculatiche, hombre enamorado de Lola, las cuales se desarrollan entre Mazatlán y Cosalá. El título se debió a que cuando él estuvo en  nuestro país el juego de naipes era la principal distracción y vicio de los mexicanos, y entre éstos era “el monte” el predilecto. 

El título La Sonora se debe a que cuando él visitó Mazatlán, Sonora y Sinaloa conformaban una sola entidad federativa  llamada Estado de Occidente, o Estado de Sonora y Sinaloa; y derivado de esto nuestro gentilicio era sonorense. (Pero nosotros no, nosotros somos mazatlecos antes que sinaloenses) 

El personaje central de La Sonora, en compañía de un comerciante,  viaja desde el la Ciudad de México hasta Mazatlán, aproximadamente entre los años 1828 a 1830, ya que ansiaba conocer el Mar Bermejo. La travesía sólo les tomaría unas seis semanas. Y así comienza este libro: “El más vasto, el más rico, y al mismo tiempo el menos conocido de todos los departamentos que componen la república de México es, sin duda alguna, el de Sonora-Cinaloa.” (Sí, antes era lo correcto escribir Cinaloa, no Sinaloa)

Luego de casi mes y medio de cabalgar los dos hombres se topan con una laguna a la que por alguna razón el comerciante no se atreve a cruzar debido a unos troncos que flotaban en ella, y cuando el bretón está a punto de hacerlo descubre que éstos comienzan  a hacerlo. Horrorizado, se da cuenta que aquellos no son restos de árboles sino peligrosos caimanes. Un indio que de cerca los observa se ríe de ellos al notar su temor por esos animales y los conmina a atravesar el charco. “Ellos no atacan al hombre”, les dice para animarlos pero luego agrega “de vez en cuando se comen un niño, pero no al hombre. Al hombre le tienen respeto” Minutos después, cuando por fin están del otro lado de la charca, el turista francés llama al indio:

- “Todavía estamos lejos de Mazatlán –le pregunté al indio.

- Aquí está, señor –me respondió él mostrándome con el dedo una cuantas miserables chozas  parecidas a pequeños islotes en medio de charcos extensos producidos por las lluvias.

Triste desilusión. He ahí, en efecto, el célebre Mazatlán. Tan rico y tan promocionado. El fiero rival y feliz vencedor del puerto de San Blas.

- ¡Oh! Es un pueblo muy bonito, me dice el indio que quizá se dio cuenta de mi aire de estupefacción en vez de admiración. Y pensar que todavía  en su lugar existían, hace sólo  diez años, tres chozas hechas de hojas.” 

Y es que la fama de Mazatlán desde sus primeros días era tal que aquel comerciante, todavía en la Ciudad de México, le había dicho: “Mazatlán es, después de la ruina de San Blas, el puerto más importante del Departamento de Cinaloa” 

Eso era Mazatlán en aquel entonces, un conjunto de unas cuantas chozas a donde con mucha visión habían llegado a vivir algunos comerciantes. El caserío al que con mucha visión el gobierno de Estados Unidos envió su primer cónsul, Lennox Kennedy.

“A la entrada de la primera y única calle, y esta calle  es todo Mazatlán, se eleva, sobre una colina el fuerte del puerto. El indio me lo muestra con admiración. Se trata de una cabaña grande, mal construida, de un solo piso, pero en compensación coronada por una inmensa bandera con los colores mexicanos” 

El francés había pedido a aquel indio lo condujera a la casa del comerciante Eduard King, quien poseía la única casa medio decente, mejor dicho medio habitable. Muy pronto ambos se conocieron y cuando éste vio la desilusión en la cara del visitante, causada por aquel horrible Mazatlán, le dijo:  “ Tranquilícese usted,  Mazatlán, a pesar de su triste apariencia, le proporcionará  emociones fuertes que le harán desear una vida sedentaria…Reconozco que el miserable aspecto de nuestro pueblo a primera vista lo deja herido, pero tenga usted la certeza de que hay más oro y riquezas en nuestras casas que lo que le darán a suponer sus paredes  desigualmente plantadas y sus techos de palmeras. Esta discrepancia entre la apariencia y la realidad provienen de que ha sido súbitamente sorprendido por la fortuna que no ha tenido  tiempo de quitarse esos harapos…El comercio de nuestro puerto, apoyado por  sólo por siete u ocho casas es, sin embargo, muy considerable” 

Y a esto el bretón le agregó el mundo de alacranes que habitaban aquellas chozas, los cuales aún hoy día sobreviven y, a veces, pican a la gente.

Era simplemente horrible aquel caserío ya llamado Mazatlán. Sobre sus habitantes, King dijo al turista: “La población de este puerto está compuesta de aventureros venidos no se sabe de dónde, de comerciantes de oro y de contrabandistas. Sobre la vida privada de estos valientes, bastan tres palabras para resumirla: robo, libertinaje y asesinato.” 

Sin embargo, poco después de llegar al puerto el capataz de los cargadores, Ramírez, llevó a aquel hombre a Olas Altas:

- ¿Ya está usted fatigado que no avanza más? –me pregunta Ramírez y me saca esta pregunta del éxtasis que había nacido en mí ante la vista de  esa naturaleza salvaje.

- Para nada, Ramírez,  admiro.” 

El hombre admiraba el paisaje. La breve  descripción que Duplessis hace de Olas Altas, real pero poética a la vez, nos deja ver que después de todo aquel horrible Mazatlán, bien valía la pena ser visitado.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario