jueves, 26 de mayo de 2016

David Starr Jordan en Mazatlán



David Starr Jordan nació en el estado de Nueva York el 19 de enero de 1851. Se graduó de botanista en la universidad  Cornell  y después de educador en la universidad Butler.

Su obra es vasta, vastísima, ochenta libros en los campos de la educación, historia, ictiología, política y otros.  En 1879 ingresó como profesor en la universidad Bloomington de Indiana y seis años después fue nombrado presidente de la misma. En ella de inmediato llevó a cabo reformas actualizando los planes de estudios y mejorando sus  finanzas.  En mayo de 1891 fue contactado por Leland y Jane Stanford quienes querían poner a funcionar una universidad en el área de San Francisco, California; la Leland Stanford Junior University, nombrada así en honor de un hijo de la pareja quien había fallecido.

Starr Jordan la pensó dos veces, lo consultó con su esposa, y terminó por aceptar la propuesta. Fue así como se convirtió él en el primer presidente de lo que actualmente  se conoce como Stanford University.

Pero al estar al frente de esa universidad tan prestigiada no menguó su pasión por la ictiología. Al contrario. Bajo los auspicios del Hopkins Seaside Laboratory, dependiente de la misma de la universidad,  en 1895 se organizó una expedición a Mazatlán con el propósito de estudiar los peces de la región. Los ictiólogos, un herpetólogo y un botanista llegaron a nuestra ciudad el 24 de diciembre de 1894.  Aquí recolectaron 185 especies de peces, y de ahí surgió  el libro “Los Peces de Sinaloa” escrito por el presidente de la universidad. El grupo de científicos salió de Mazatlán un mes después de haber llegado, el 24 de enero de 1895.

Pero Jordan no nada más era educador, ictiólogo o botanista, también era poeta. E, inspirado por las playas, las islas, la brisa y la luna mazatleca, poco antes de volver a California, una noche escribió a nuestra ciudad este poema:

“Mazatlán
 
Sueño de grandes rocas levantándose ásperas y escarpadas sobre el tembloroso  azul del mar. De largas líneas de verdes olas que con indiferencia se rompen en suave espuma que se deslizan con miedo o se esconden en estanques de piedra claros como el cristal.

Sueño con largos  y blancos senderos que, desde el mar, reacios escalan la Sierra Madre a través de filas rezagadas  de palmas y austeros pinos hasta tierras de verano donde los días pasan lentos, tal cual deben, pero más renuentes.

De mantellinas negras que parecen esconder unos ojos negros clareados por la más profunda noche.

Todo esto es mi sueño, pero siempre a mi lado, tú con tus ojos de media noche que el amor hace brillar.

Nos encontramos esta noche en una playa encantada, el tibio y lento pulso del gran  mar estival se levanta y cae sin cesar bajo nosotros con su gran ritmo eterno. Mira donde cae la luz de la luna, en las paredes volcánicas de la Isla Blanca, un monstruo sin forma que irrumpe desde lo profundo azotando las olas al levantarse de su sueño.

Más allá, en el océano abierto, mano a mano, en una hilera solemne, están los tres venados, vastos e imposibles ante la blanca luz de la luna, como si fueran ‘voladoras islas nocturnas’
He aquí  el Cerro de la Cruz, con su elevada cruz, triunfante sobre sus acantilados renuentes; a su lado el armado Vigía –los dos hermanos– defiende el puerto con su único cañón.

Abajo, a sus pies, medio escondidas por la niebla del mar brillan las cuatro estrellas de la Cruz de Mayo.

Más allá del promontorio, con su palmera solitaria, parpadea  la luz del alto Crestón, el último y el más altivo de la escarpada horda que la Sierra Madre envía hacia el mar. Detrás de nosotros está el pueblo, con su sueño profundo, inmóvil y quieto, como tú y como yo. Un hombre y sus peleas que han cesado, o que  por algún hechizo se juntaron en un sueño interminable. Sólo dejándonos, en la tierra encantada, nosotros dos juntos, donde no hay ruido alguno, salvo el tibio pulsar del mar tropical cesando sin cesar bajo la blanca luz de la luna.

Por casualidad, querido corazón, pueda ser, que tú y yo, en algún lejano azul del infinito encontraremos juntos una playa encantada. Cuando la Vida, la Muerte  y el Tiempo ya no sean,  dejando  Amor únicamente y Eternidad. Porque el amor durará aunque todo lo demás se vaya, todas esas difíciles decisiones que hacen el Hoy, hasta cada concesión que el Tiempo ha exprimido de la Vida, como ropa desgastada que el Alma arroja. Y permanecerá erecto, ya no se doblara, como esclavo  ante el látigo de su ambiente cuando la vasta Tierra que conocemos  se reducirá, a final, a una Isla Blanca del pasado. Una roca desapercibida en el mar sin límites cuyo pulso solemne marca la Eternidad.”



David Starr Jordan. Mazatlán. 19 de enero de 1895.

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